En abril de 2020, mientras casi todo el país estaba encerrado en casa por la pandemia, en un piso de l’Alcúdia de Crespins (Valencia) se gestaba una historia tan oscura que durante meses nadie quiso imaginarla. Allí vivían Anna Todorova Andonova, de 45 años y origen búlgaro, y su hija menor, Marya Tereza H. A., conocida como Teri. Lo que parecía simplemente una convivencia tensa en pleno confinamiento terminó convirtiéndose en uno de los parricidios más impactantes de la crónica negra reciente.
Anna había llegado años atrás a España buscando una vida mejor, y había sacado adelante a sus hijos prácticamente sola tras separarse del padre de Teri en 2014. Madre e hija compartían piso en l’Alcúdia de Crespins, un municipio pequeño de la comarca de La Costera. La relación, según contaría después la propia joven ante el jurado, se había ido llenando de discusiones, sobre todo a raíz del novio de Teri: a la madre le preocupaban los insultos, las amenazas y el consumo de drogas en el entorno de la pareja.
Desde 2018, Teri mantenía una relación con un chico de su edad —algo menor que ella— que, en el momento clave de los hechos, tenía 17 años. Los dos consumían con frecuencia sustancias como marihuana, speed y cocaína, según se recogió en el juicio. A ese cóctel se sumaban las deudas: la Fiscalía llegó a situar el detonante del crimen en una deuda tan miserable como simbólica, unos 20 euros por cannabis que el chico debía a un vendedor local, un problema pequeño que se mezcló con rencores familiares y dependencia emocional hasta convertirse en algo monstruoso.
El 1 de abril de 2020, en pleno estado de alarma, cuando salir a la calle solo estaba permitido por motivos muy concretos, el novio de Teri acudió al piso con una barra de pan bajo el brazo y un cuchillo oculto, según el relato de la acusación. El pan era la coartada perfecta por si la policía le paraba: podía decir que volvía de comprar, algo autorizado en aquel momento. Una vez dentro de la vivienda, cogió una botella de amoniaco de la cocina y se dirigió al salón, donde Anna descansaba en el sofá. Lo que pasó en los minutos siguientes marcaría para siempre el nombre de l’Alcúdia de Crespins.
De acuerdo con la investigación, el joven roció el producto químico sobre la cara de Anna, aprovechando que dormía y reduciendo así su capacidad de reacción. Después la golpeó en la cabeza con un objeto pesado —unas mancuernas— y le asestó varias puñaladas. Malherida, la mujer intentó levantarse y terminó desplomándose en el pasillo. Teri, mientras tanto, se había encerrado en el baño con su perro, entre el miedo, la parálisis y la lealtad mal entendida hacia su pareja. Más tarde contaría que llegó a marcar el 112, pero que no tuvo valor para completar la llamada.
Cuando salió del baño, la escena era dantesca. Según su propio testimonio, su novio le insistió una y otra vez en que “tenía que hacer algo”. Le puso un cuchillo en la mano y la presionó hasta que, tras varios intentos de avanzar y retroceder, Teri se acercó a su madre, se agachó junto a ella y le hizo una herida muy grave en el cuello, una acción que la justicia consideró decisiva para causar la muerte de Anna. Ante el jurado, la joven reconoció esa participación directa y dijo una frase que heló a la sala: explicó que él le había planteado la situación como “mi madre o él”, y que eligió a su pareja.
A partir de ese momento, la historia cruzó una línea todavía más perturbadora. En lugar de pedir ayuda o entregar el cuerpo, la pareja dejó a Anna tendida en el pasillo y se centró en borrar rastros visibles: limpiaron la sangre, tiraron los cuchillos en distintos contenedores y comenzaron a construir una mentira hacia el exterior. A conocidos y vecinos les daban versiones tranquilizadoras sobre la ausencia de la mujer: que estaba trabajando fuera, que se había ido de viaje, que todo estaba bien. Mientras tanto, la casa comenzó a llenarse de ambientadores y excusas para justificar olores cada vez más difíciles de ocultar.
Durante esos meses, Teri y su novio no solo convivieron con el cuerpo de Anna, primero en el pasillo y más tarde oculto en la bañera, sino que además vaciaron sus cuentas bancarias. Usaron sus tarjetas para sacar dinero en cajeros automáticos, pagaron deudas de drogas y se financiaron caprichos, hasta sumar alrededor de 6.200 euros según la acusación. La última extracción se situó en junio de 2020; para entonces, el silencio de Anna ya resultaba insoportable para su hijo mayor, que vivía fuera y no lograba contactar con ella.
La fachada empezó a resquebrajarse en verano. El 20 de agosto de 2020, tras avisos de personas del entorno de los jóvenes —incluida la pareja de una amiga, que declaró haber estado en la casa y haber visto el cuerpo—, la Guardia Civil de Canals acudió de madrugada al piso y llamó al timbre. Según el relato judicial, los agentes notaron la resistencia de Teri a abrir y, poco antes de que entraran con orden judicial, los jóvenes movieron el cuerpo hasta el cuarto de baño. Horas después, con el registro ya en marcha, los investigadores encontraron los restos de Anna en avanzado estado de descomposición y detuvieron a la pareja.
A partir de ahí, el caso dio un giro de puertas cerradas a foco público. El novio, al ser menor de edad cuando ocurrieron los hechos, fue juzgado en la jurisdicción de Menores y condenado a una pena de internamiento en centro cerrado, según recogió la prensa. Teri, en cambio, pasó a prisión preventiva a la espera de juicio ante un Tribunal del Jurado. En sus primeras declaraciones ante la Guardia Civil ya admitió su participación en la muerte de su madre, aunque insistiendo en que todo había sido planeado e impulsado por su pareja.
En enero de 2024, la Fiscalía de Valencia hizo público su escrito de acusación: pedía 30 años de prisión para Marya Tereza H. A., 25 por el crimen con agravante de parentesco y cinco por el robo con violencia en casa habitada, además de una indemnización económica para el hermano mayor de la acusada. El Ministerio Público describía un plan conjunto para acabar con la vida de Anna y aprovecharse de su dinero, subrayando la situación de indefensión de la víctima: atacada en su propio salón, en pleno confinamiento, sin posibilidad real de escapar.
El juicio arrancó en junio de 2024 en la Ciudad de la Justicia de València. Ante el jurado popular, Teri mantuvo la línea que ya había adelantado: reconoció los hechos esenciales, pidió perdón y aseguró que actuó presionada por su entonces pareja y anulada emocionalmente por la relación. La Fiscalía y la acusación particular defendieron, sin embargo, que la joven sabía perfectamente lo que hacía, que participó de forma activa y que después mantuvo una vida aparentemente normal durante cuatro meses, mientras seguía utilizando el dinero de su madre. Ese reconocimiento parcial abrió la puerta a una sentencia de conformidad, pactada entre acusaciones y defensa.
El 13 de junio de 2024, la Audiencia Provincial de Valencia condenó a 23 años y medio de prisión a Marya Tereza H. A.: 20 años por el crimen con agravante de parentesco y 3 años y medio por el robo con violencia, en una resolución respaldada por el veredicto del jurado y firmada tras el acuerdo alcanzado en sala. Además, la sentencia la obliga a indemnizar a su hermano con casi 85.000 euros. La resolución recoge también la especial crueldad del caso: el ataque a Anna en su propia casa, el mantenimiento del cuerpo durante meses y la utilización de su dinero mientras su entorno la daba por desaparecida. La condena es firme y ya no admite recurso.
El caso de Marya Tereza H. A. en l’Alcúdia de Crespins se ha convertido en una especie de espejo distorsionado de varias cosas a la vez: la fragilidad de ciertos vínculos familiares, el peso devastador de las adicciones y la violencia psicológica dentro de las parejas jóvenes, y el efecto “olla a presión” que supuso el confinamiento para hogares ya rotos antes de que llegara la pandemia. No se trata solo de una hija que acabó con la vida de su madre, sino de una cadena de decisiones, silencios y miedos que fueron empujando los límites de lo tolerable hasta cruzar una línea de la que ya no había retorno.
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