José María Roldán Zapata tenía 53 años, vivía en Castelldefels (Barcelona) y era padre. En su día a día arrastraba varias vulnerabilidades: tenía reconocida una discapacidad por problemas auditivos, movilidad limitada y, según se ha contado, dependía en parte de su entorno cercano. Aun así, como tantas personas que buscan compañía después de una etapa difícil, se abrió un perfil, conversó con alguien al otro lado de la pantalla y, poco a poco, esa conversación fue tomando forma de plan: verse, conocerse, comprobar si aquello podía convertirse en algo real. La distancia era enorme —más de mil kilómetros—, pero el corazón suele medir en otra escala cuando cree que ha encontrado una puerta.
En agosto de 2021, José María viajó desde Cataluña hasta una aldea de Cortegada (Ourense) para conocer a Cristina Rodríguez Veloso, una mujer a la que había contactado por internet. El escenario no podía ser más engañosamente tranquilo: una zona rural, casas separadas, caminos que parecen quietos, vecinos que se saludan con la confianza de siempre. Allí, en un lugar donde cualquier coche “nuevo” se nota, José María entró en una casa para pasar unos días. Y ese detalle —“unos días”— es clave, porque la historia, según la justicia, no se cocinó durante meses: se precipitó en un lapso breve, como si la convivencia hubiera encendido una chispa oscura que nadie vio venir.
Las crónicas del caso coinciden en que la convivencia no funcionó como él esperaba. Hay versiones periodísticas que señalan que, tras pocos días, José María habría pedido marcharse, y que la situación se tensó. A partir de ahí, la historia se vuelve un pasillo de sombras: una casa en el campo, dos personas casi aisladas del mundo y un desenlace que, con el tiempo, se describiría en sede judicial como un acto intencional para dejarlo indefenso. Según se contó en el juicio, ella le habría dado pastillas para adormecerlo, aprovechando esa vulnerabilidad para dominar la situación.
Lo que pasó después fue relatado de forma explícita por la propia acusada durante el proceso, y es una de las razones por las que este caso estremeció a tanta gente: no quedó en “no recuerdo” o “no sé”, sino en un relato que los medios recogieron como confesión. La justicia consideró probado que José María perdió la vida allí, en esa vivienda de Cortegada, y que luego comenzó un intento desesperado de borrar lo ocurrido, como si hacer desaparecer el rastro pudiera cambiar la realidad.
Esa segunda parte —el “después”— es lo que convirtió la historia en un eco imposible de olvidar. Las informaciones publicadas describen que la acusada trató de hacer desaparecer el cuerpo, llegando a quemarlo y a repartir restos en distintos puntos de la finca y zonas cercanas, según se expuso en la vista. No hace falta recrearse en lo macabro para entender lo esencial: cuando alguien intenta desdibujar a una persona, lo que busca no es solo evitar una condena; busca que la víctima deje de existir también en la realidad, como si el mundo pudiera olvidarlo por falta de pruebas visibles.
Durante un tiempo, lo que hubo fue un silencio raro. Un hombre que había salido de Castelldefels para conocer a alguien y, de pronto, ya no estaba localizable. Fue su familia la que empezó a notar que algo no encajaba y que empujó para que se investigara la desaparición. Y aquí aparece un detalle que varios medios han señalado como decisivo: un médico de cabecera de la acusada habría alertado de lo ocurrido tras una consulta en la que ella contó lo que había hecho, lo que ayudó a los investigadores a orientar la búsqueda. En casos así, la verdad a veces no llega por una cámara o una huella inmediata, sino por una grieta humana: alguien escucha algo, alguien lo entiende y alguien decide que no puede callarlo.
La investigación avanzó y, en diciembre de 2021, Cristina Rodríguez Veloso ingresó en prisión provisional, según recogieron medios locales, mientras se aseguraba la escena y se evitaba cualquier alteración de pruebas. La aldea, mientras tanto, se convirtió en un lugar distinto: ya no era solo “una aldea más”, era el nombre de un caso. Y en el mundo rural eso pesa de una manera particular, porque no hay anonimato real: los caminos tienen memoria y las casas también.
El caso llegó a juicio en octubre de 2024 en la Audiencia Provincial de Ourense. Durante las sesiones, la acusada reconoció haberle quitado la vida a José María, y el jurado popular emitió un veredicto de culpabilidad. En paralelo, se habló de su estado mental y de diagnósticos presentados en el procedimiento, un elemento que influiría después en la pena final.
La sentencia fue, precisamente, el punto más polémico: se impuso una pena de ocho años de prisión, considerada mínima por la familia de la víctima, y la reducción estuvo vinculada a atenuantes relacionadas con su salud mental y con la confesión. Para quienes miran desde fuera, ocho años suena a cifra fría; para quienes perdieron a un padre o a un hijo, suena a algo imposible de digerir. Y ese choque —entre lo que dicta el código y lo que grita el dolor— fue uno de los motores que mantuvo el caso en titulares mucho después del veredicto.
La voz más clara de esa incomodidad fue la de Dana Roldán, hija de José María. En una entrevista, expresó que la pena le parecía injusta y que además nadie la citó para asistir al juicio, como si incluso el derecho a estar presente se hubiera perdido en el laberinto. Su testimonio dejó algo muy humano sobre la mesa: cuando un caso llega a tribunales, la víctima ya no puede hablar, pero la familia todavía necesita sentir que el sistema la mira, la escucha, la incluye. Y cuando eso falla, la herida se abre en otra capa.
En diciembre de 2024, La Voz de Galicia informó de que la Audiencia de Ourense denegó la posibilidad de recurrir a la madre de José María, en un contexto de intentos familiares por impugnar la sentencia. Ese tipo de decisión no es un simple tecnicismo para quien está del otro lado: se siente como una puerta que se cierra con un clic seco, como si el sistema dijera “hasta aquí” cuando la familia todavía está intentando ordenar el mundo.
El caso se conoce en muchos medios como “el crimen de Cortegada”, y quedó marcado por ese contraste brutal: una cita nacida en internet, el sueño de una nueva compañía, un viaje largo hacia una casa rural… y un final que nadie podría haber anticipado. También quedó marcado por la idea de vulnerabilidad: José María era una persona con limitaciones, y eso hace que la historia se sienta todavía más injusta, porque cuando alguien es vulnerable, el mundo debería volverse más cuidadoso, no más peligroso.
Hay algo especialmente inquietante en cómo se construyó la última parte del relato: la tentativa de borrar el rastro. Porque no es solo “hacer daño”, es intentar convertir a la víctima en ausencia total, en un hueco sin cuerpo, sin despedida, sin certeza. Y para una familia, esa incertidumbre es un castigo añadido: no basta con perder a alguien, también hay que pelear para recuperar la verdad, reconstruir lo que pasó y sostener el nombre para que no se lo trague el silencio.
Si hoy alguien busca “José María Roldán Zapata” encontrará una ruta clara en fechas y lugares —Castelldefels, Cortegada, agosto de 2021, juicio en octubre de 2024, condena de ocho años—, pero también encontrará algo más: el reflejo de cómo una decisión cotidiana, como viajar a conocer a alguien, puede convertirse en un punto sin retorno cuando la humanidad muestra su lado más oscuro. Y esa es la razón por la que este caso sigue resonando: porque no habla solo de un crimen, sino de confianza, vulnerabilidad, soledad y del precio terrible que a veces se paga por creer que detrás de una pantalla hay una oportunidad y no una trampa.
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