Encarni y Manolo en Motril: el “accidente” que ocultaba una verdad y la autopsia que lo cambió todo





La madrugada del 6 de mayo de 2023, Motril se quedó con la misma sensación que deja una llamada imposible: esa que te despierta y, antes de escuchar la frase completa, ya sabes que algo se ha roto para siempre. Encarnación “Encarni” Muñoz Cardona, de 39 años, viajaba en coche junto a su marido, José Manuel “Manolo” Jiménez, de 41, guardia civil de Tráfico. Lo que parecía una vuelta a casa como tantas terminó en un siniestro en carretera, en la zona de Villamena, cerca de Granada. Encarni no sobrevivió. Él quedó herido, pero con vida. Y al principio, casi todo el mundo creyó que aquello era una tragedia de carretera, una desgracia sin más. 

En Motril, Encarni no era una desconocida. La prensa la describió como una mujer muy vinculada al pueblo y al trabajo, conocida por su entorno y por su familia, con una vida hecha desde hacía años. Quienes han contado el caso recuerdan que llevaban alrededor de dos décadas juntos y que tenían dos hijas menores. Por eso el golpe fue doble: por la pérdida y por la imagen de una familia que, desde fuera, parecía sólida, normal, “de las de siempre”. A veces el horror se esconde precisamente ahí, en lo que nadie cuestiona. 

Las primeras horas construyeron un relato que parecía encajar: un coche que se sale de la vía, una mujer que pierde la vida en el acto, un hombre que queda a la deriva con la culpa clavada en la garganta. Motril, como tantos lugares cuando ocurre un golpe así, se volcó en el duelo y en la incredulidad. Incluso algunos titulares hablaron de una historia “trágica” y de un dolor que podía romper a cualquiera. El pueblo se aferró a esa explicación porque era la única que permitía respirar: fue un accidente, el destino, la mala suerte. 

Pero la historia no terminó en el asfalto. Horas después, Manolo se quitó la vida, y ese segundo golpe pareció cerrar la narrativa para muchos: la tragedia había sido tan grande que él no pudo sostenerla. Doce horas, dijeron algunas crónicas, separaron un final del otro. Y entonces, durante un tiempo, Motril quedó suspendida en esa versión amarga: un siniestro y, después, el derrumbe emocional de quien se queda. La clase de relato que la gente repite para intentar entender lo incomprensible. 

Solo que había algo que no encajaba. Los investigadores empezaron a mirar el caso con otros ojos, y el punto de quiebre fue la autopsia. Lo que se encontró ahí, según publicaron medios como El País, laSexta y prensa local, no era compatible con una muerte provocada únicamente por un choque. La sospecha tomó forma: la posibilidad de que el siniestro hubiera sido una puesta en escena para ocultar lo que había ocurrido antes. Y cuando esa idea apareció, el caso dejó de ser “una tragedia de carretera” para convertirse en un pasillo oscuro que llevaba a otro lugar. 

La línea que cambió el mapa fue la que apuntaba a que Encarni habría perdido la vida por asfixia, y que el coche se habría usado después para simular un accidente. Dicho así suena frío, casi clínico, pero detrás hay una realidad brutal: si eso era cierto, entonces Encarni no se fue por azar, sino porque alguien decidió apagarla y luego borrar el rastro. La Delegación del Gobierno confirmó más tarde el caso como violencia de género, y Motril tuvo que volver a mirar el mismo fin de semana con una verdad distinta. 


A partir de ese momento, todo lo que antes parecía “cerrado” se abrió de golpe. Un juzgado investigó el caso como un posible crimen machista, y la historia se reescribió desde el inicio: no solo importaba el coche, importaban los minutos anteriores; no solo importaba la curva, importaba lo que pasó dentro de la relación; no solo importaba el “cómo”, importaba el “por qué”. La prensa recordó entonces un detalle que suele aparecer en estas historias y que duele decirlo: no constaban denuncias previas. Y esa ausencia de denuncias no significa ausencia de miedo; muchas veces significa miedo suficiente como para no llegar a denunciar. 

La confirmación oficial convirtió a Encarni en una cifra dentro de un recuento nacional, pero en Motril siguió siendo Encarni: una mujer con familia, con trabajo, con una historia. Ese contraste —ser persona y a la vez convertirse en número— es una de las crueldades silenciosas de estos casos. Granada Hoy informó de la confirmación como violencia de género y del impacto que tuvo en el registro anual, pero el pueblo lo vivió de otra manera: como una herida que ya no tenía el consuelo del “accidente”. 

Hubo, además, una escena humana que quedó marcada en el recuerdo colectivo: el intento de auxilio. Se ha reconocido públicamente a una mujer, Flora Prieto Pérez, por la ayuda prestada aquel día. En medio del caos, de los segundos que nadie controla, hubo alguien que trató de sostener la vida como pudo. Ese gesto no cambia el final, pero sí cuenta algo importante: que incluso cuando la oscuridad cae, hay personas que se lanzan a ayudar sin pensar en sí mismas.


Con la investigación ya orientada, la historia empezó a contarse de otra forma en medios nacionales: el “falso accidente”, el giro inesperado, la autopsia que contradice la primera versión. Y en el fondo, ese giro deja una sensación especialmente inquietante: la facilidad con la que una explicación “aceptable” puede instalarse… hasta que una prueba la derrumba. Durante semanas, muchos creyeron estar ante una desgracia. Después, tuvieron que aceptar que quizá habían estado mirando un disfraz. 

Los detalles más técnicos —tiempos, lesiones, compatibilidades forenses— se volvieron el centro del expediente. Algunas informaciones hablaron de que la temperatura corporal y otros indicadores no cuadraban con una muerte inmediata por el siniestro, y esa clase de precisión es la que, en estos casos, termina pesando más que cualquier rumor: porque la ciencia no interpreta emociones, interpreta hechos. Y cuando los hechos dicen “no fue así”, la realidad se impone aunque duela. 

En Motril, el caso dejó una lección amarga que no se olvida: el peligro no siempre se anuncia, y a veces se esconde detrás de la imagen más cotidiana. También dejó otra: que la verdad puede tardar, pero cuando llega, lo cambia todo. La familia, especialmente las hijas, quedó en el centro de un duelo imposible, porque perder a una madre ya es insoportable; descubrir después que no fue un accidente sino una violencia escondida es como revivir la tragedia con otra luz, más dura, más fría. 

Hoy, cuando alguien busca “Encarni y Manolo Motril”, lo que aparece ya no es solo la noticia del siniestro, sino el giro posterior: la investigación, la autopsia, la confirmación oficial como violencia de género. Es una historia que empezó con una curva y terminó señalando algo mucho más grande: cómo el control y la violencia pueden disfrazarse de normalidad durante años… y cómo, a veces, la última escena intenta parecer otra cosa para que el mundo no haga preguntas. Pero el expediente las hizo. Y Motril, desde entonces, ya no puede mirar aquel “accidente” sin escuchar lo que la verdad terminó diciendo. 

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