Cecilia Monzón Pérez tenía 38 años y una convicción difícil de encontrar: creía que la ley también podía abrazar a quienes llegaban rotas. Abogada, activista y defensora de mujeres, había aprendido a mirar la violencia sin apartar la vista, y a nombrarla con precisión para que dejara de parecer “normal”. Por eso, cuando su historia terminó en un final irreversible, no solo perdió la vida una mujer: se apagó una voz que estaba incomodando a los poderosos y acompañando a las víctimas.
Su caso no se entiende sin recordar que Cecilia no hablaba de esto desde la teoría. Ella misma había denunciado violencia familiar contra su expareja, el expolítico Javier López Zavala, padre de su hijo, y esa denuncia quedó como una señal previa que hoy duele leer en retrospectiva. Su familia ha insistido en lo mismo desde 2022: Cecilia pidió ayuda en vida, dejó constancias, y aun así el sistema llegó tarde para protegerla.
El 21 de mayo de 2022, a plena luz del día, Cecilia circulaba en su camioneta en San Pedro Cholula, Puebla, cuando fue atacada por dos personas en motocicleta. La investigación describió ese ataque como un encargo ejecutado con rapidez, de esos que parecen diseñados para no dejar oportunidad de escapar. En segundos, una rutina cualquiera se convirtió en tragedia, y una familia —especialmente su hijo pequeño— quedó atada para siempre a una fecha imposible de aceptar.
En los días posteriores, el país reaccionó con indignación y con una pregunta que se repite en demasiadas historias: ¿cómo se protege a una mujer que ya había alzado la voz, que ya había denunciado, que ya había advertido el riesgo? La muerte de Cecilia no fue un hecho aislado para la opinión pública: fue un espejo cruel del peligro que enfrentan las defensoras y de lo que ocurre cuando la violencia se mezcla con poder, impunidad y demoras judiciales.
La Fiscalía de Puebla detuvo en junio de 2022 a Javier López Zavala como presunto autor intelectual, y el caso se fue armando alrededor de otros implicados señalados como ejecutores materiales, entre ellos Jair “N” (sobrino) y Silvestre “N”. La familia, encabezada públicamente por Helena Monzón, convirtió el dolor en vigilancia constante del proceso: estar presentes, denunciar retrasos, exigir perspectiva de género y evitar que el expediente se perdiera en el cansancio.
Con el tiempo, el proceso penal se volvió una carrera contra el desgaste. La propia Helena denunció una y otra vez tácticas dilatorias, recursos y maniobras para aplazar audiencias, como si la estrategia fuera estirar el tiempo hasta que la atención pública se apagara. En marzo de 2025, el juicio por feminicidio que debía iniciar el día 12 fue pospuesto a última hora hasta el 4 de abril, luego de que uno de los acusados pidiera cambiar de abogado. Para la familia, cada aplazamiento fue una forma de revivir el caso sin descanso.
En paralelo, se abrió otra vía judicial que también importaba: la denuncia por violencia familiar que Cecilia había presentado en vida. Y allí llegó un primer veredicto: el 27 de mayo de 2025 un tribunal en Puebla declaró culpable a López Zavala por violencia familiar contra ella. La familia lo describió como un paso significativo, no porque compensara nada, sino porque reconocía oficialmente que la violencia existió antes del final irreversible y que Cecilia no estaba “exagerando”: estaba diciendo la verdad.
Ese reconocimiento tuvo un eco social enorme, porque el caso de Cecilia empujó cambios legales. En marzo de 2023, Puebla aprobó la conocida “Ley Monzón”, una reforma que busca retirar la patria potestad a padres acusados o condenados por feminicidio (o tentativa), bajo la idea de que quien destruye la vida de una mujer no puede seguir ejerciendo poder sobre los hijos como si nada hubiera pasado. La ley fue replicándose en otros estados, y su origen tiene un nombre propio: Cecilia.
Mientras tanto, el niño de Cecilia crecía en medio de trámites, audiencias y titulares. Su familia ha contado que la batalla judicial también era por él: por su seguridad, por su cuidado, por su futuro. Hay una crueldad especial cuando una mujer pierde la vida y, además, la familia debe luchar para que el hijo no quede desprotegido o atrapado en conflictos legales con la sombra del agresor alrededor.
La espera llegó a un punto clave este 24 de diciembre de 2025. Ese día, medios mexicanos y El País informaron que un tribunal en Puebla declaró culpables del feminicidio a Javier López Zavala (como autor intelectual) y también a Jair “N” y Silvestre “N” (como responsables directos del ataque). Para la familia, el veredicto no devuelve a Cecilia, pero sí fija algo que necesitaban desde el inicio: que el Estado, al menos esta vez, nombrara responsables en voz alta.
En un caso así, es importante no confundir veredicto con cierre emocional. La sentencia y la individualización de penas siguen su curso y, hasta que el proceso se complete, la familia continúa viviendo en alerta: fechas, audiencias, decisiones que pueden modificar el rumbo. La justicia, cuando tarda, no solo castiga a la víctima: castiga a quienes la aman, obligándolos a sostener el duelo con papeles en la mano.
Pero incluso si mañana todo quedara escrito en una resolución final, el daño ya está hecho. Cecilia era una hija, una hermana, una madre, y también un faro para muchas mujeres que aprendieron a denunciar gracias a ella. Su muerte dejó una ausencia íntima —una familia rota— y una ausencia pública —una defensora menos—, y ambas pesan. Por eso su nombre sigue siendo bandera: no por el ruido, sino por la vida real que había detrás del activismo.
Este caso también enseña algo que se repite en demasiadas historias: la violencia raras veces empieza “de golpe”. Suele empezar con control, con humillaciones, con aislamiento, con amenazas veladas, con el “si te vas te vas a arrepentir”, con el miedo que se normaliza para sobrevivir al día siguiente. Cecilia lo denunció. Y esa es una de las lecciones más duras: cuando una mujer se atreve a señalar el riesgo, el entorno y las instituciones no pueden tratarlo como exageración, porque a veces esa frase es el último aviso.
Si alguien cercano te dice que tiene miedo, lo que salva no es discutir si “será para tanto”, sino acompañar con acciones concretas: creerle, ayudarle a construir una red, guardar evidencias si las hay, buscar asesoría legal y psicológica, y diseñar un plan seguro para una salida. En situaciones de peligro inmediato, cada minuto cuenta más que cualquier discusión sobre “no hacer escándalo”. Cecilia enseñó eso con su trabajo; su caso lo grita con dolor.
En México, ante una emergencia se llama al 911, y para denuncias anónimas suele estar disponible el 089 según el estado. También existen institutos y secretarías de las mujeres a nivel estatal y municipal que pueden orientar rutas de protección y acompañamiento jurídico. Y si quien lee esto está en España, el 016 y el 112 siguen siendo puertas directas para pedir ayuda. Lo importante es lo esencial: no caminar sola cuando el miedo ya está dentro de casa.
Cecilia Monzón no fue “solo un caso”. Fue una mujer que incomodó con valentía, una madre que merecía ver crecer a su hijo, y una abogada que defendió a otras mientras intentaba defenderse a sí misma. Que hoy haya un veredicto de culpabilidad no convierte el dolor en alivio, pero sí deja una verdad necesaria: Cecilia tenía razón al denunciar, y su vida importaba lo suficiente como para que el mundo no la dejara desaparecer en el olvido.
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