Huelva guarda un tipo de luz que engaña: parece tranquila, casi familiar, hasta que un día la normalidad se quiebra y ya nada vuelve a ser igual. El 13 de enero de 2008, en la barriada de El Torrejón, una niña de cinco años llamada Mari Luz Cortés salió a comprar golosinas a un kiosco cercano. Era un trayecto corto, de esos que una familia cree conocer de memoria… hasta que la ciudad entera descubre que incluso lo cotidiano puede volverse una puerta abierta al horror.
Mari Luz era, ante todo, una niña. Un nombre que debería haberse quedado en el álbum de fotos, en los juegos del parque, en las cosas pequeñas que hacen grande una infancia. Aquella tarde, sin embargo, su ausencia empezó a crecer como una sombra: al principio como un retraso, luego como una inquietud, y después como una certeza que se instala en el pecho con un peso insoportable.
En las horas siguientes, El Torrejón y toda Huelva se transformaron en un tablero de búsqueda. Carteles, llamadas, patrullas, vecinos que miran detrás de cada esquina como si el mundo pudiera devolver lo que se llevó. La familia entró en ese túnel donde el tiempo se distorsiona: cada minuto se siente eterno, cada noticia falsa rompe un poco más, cada silencio suena como una sentencia que aún no se pronuncia.
Los días pasaron y la esperanza quedó sostenida por hilos: una pista, una llamada, una imagen borrosa que alguien jura haber visto. El país entero conoció el rostro de Mari Luz porque su familia no dejó de empujar la búsqueda hacia la luz, incluso cuando la oscuridad ya parecía demasiado grande. Y en esa exposición pública hay otro dolor: el de vivir la pérdida en voz alta, con el corazón abierto ante miles de miradas.
El golpe definitivo llegó el 7 de marzo de 2008, cuando se localizó su cuerpo flotando en la ría de Huelva, 54 días después de su desaparición. No hay manera de preparar a una familia para un hallazgo así. La mente intenta negarlo, el cuerpo se queda frío, la vida se parte en dos mitades: antes y después.
La investigación señaló a un vecino del entorno, Santiago del Valle, y a su hermana Rosa del Valle. Ambos fueron detenidos y el caso avanzó hacia los tribunales, pero desde el principio hubo una pregunta que no dejó de perseguir a la opinión pública: ¿cómo alguien con antecedentes graves había estado en libertad, cerca de una niña, como si el sistema no hubiera aprendido nada de su historial?
Esa pregunta tenía un nombre propio dentro de la maquinaria judicial: una condena previa que no se ejecutó a tiempo. El CGPJ mantuvo una multa de 1.500 euros al juez Rafael Tirado por la desatención en la ejecución de esa sentencia anterior, una decisión que provocó indignación social y política porque sonó a castigo mínimo frente a una consecuencia irreversible. También se abrió expediente disciplinario a la secretaria judicial por posibles retrasos o negligencias en el procedimiento.
El juicio llegó años después, con la familia cargando el duelo como si fuera una piedra que no se puede soltar. En marzo de 2011, la Audiencia Provincial de Huelva dictó condena: 22 años de prisión para Santiago del Valle y nueve años para Rosa del Valle como cómplice. La sentencia incluyó la prohibición de residir en Huelva o contactar con la familia durante décadas, limitaciones para acceder a un régimen penitenciario más flexible antes de cumplir la mitad de la pena, e indemnizaciones: 122.000 euros para los padres y 22.000 euros para cada hermano.
Aun así, la sensación de “insuficiente” siguió flotando. El Tribunal Supremo confirmó las condenas en noviembre de 2011, y poco después se difundió un matiz que heló todavía más el ambiente: el propio Supremo consideró que las penas debieron ser más altas, pero explicó que no podía elevarlas por cómo había quedado fijada la calificación jurídica en el proceso. Para muchos, fue como escuchar que el sistema veía el problema… pero llegaba con las manos atadas.
En enero de 2012, se informó de que Del Valle no acudiría al Tribunal Constitucional por falta de viabilidad jurídica del recurso, y en 2012 también trascendió que Rosa del Valle solicitó el tercer grado tras cumplir la mitad de su condena, un trámite que dependía de la evaluación penitenciaria. Son movimientos procesales que, para una familia, no son tecnicismos: son recordatorios de que el tiempo sigue corriendo, incluso cuando el duelo se queda quieto.
Mientras la Justicia avanzaba con su ritmo, el padre de Mari Luz, Juan José Cortés, convirtió el dolor en una presión constante para cambiar cosas. En mayo de 2008, tras reunirse con el entonces presidente del Gobierno, se habló públicamente del compromiso de impulsar medidas para evitar que se repitieran casos con tanta impunidad. No fue una “batalla política”: fue la reacción desesperada de una familia intentando que el sistema aprenda, aunque lo haya aprendido tarde para ellos.
Aquel clima derivó en debates sobre control y seguimiento de agresores reincidentes, y el Gobierno llegó a plantear medidas como la libertad vigilada prolongada para determinados perfiles delictivos. Con el tiempo, el país avanzó hacia herramientas más estructurales: no como solución mágica, sino como una capa más de prevención y coordinación institucional.
Uno de esos cambios fue la creación del Registro Central de Delincuentes Sexuales y de Trata de Seres Humanos, regulado por el Real Decreto 1110/2015, y operativo desde el 1 de marzo de 2016. Este registro, de carácter no público, recoge identidad, penas y medidas, y se ha ido actualizando normativamente (incluida una modificación en 2024). No borra el pasado, pero busca reducir fallos de información y reforzar controles en ámbitos sensibles, especialmente los vinculados a menores.
Pero incluso los cambios legales tienen límites frente a lo humano. La ausencia de Mari Luz no se mide en sentencias ni en reformas, sino en lo que no volvió: su risa, su crecimiento, las fotos que ya no se tomaron. Su familia quedó marcada para siempre, y Huelva aprendió una lección amarga: la confianza en el barrio, en la escalera de al lado, también puede romperse, y cuando se rompe deja un miedo que tarda años en irse.
De esta historia también nace una conversación necesaria sobre prevención sin vivir en pánico. Acompañar a los pequeños en trayectos, acordar puntos seguros, enseñar a pedir ayuda a adultos de confianza, y explicar —con lenguaje adaptado— que nadie debe pedirles “secretos” incómodos ni llevarlos a otro lugar con excusas dulces. La mayoría de las veces, el peligro se disfraza de normalidad: una voz amable, una promesa rápida, una cercanía forzada. Identificar señales a tiempo puede salvar.
Y si ocurre una desaparición, los primeros pasos importan: avisar de inmediato a las autoridades, aportar una descripción clara y reciente, y evitar perder tiempo esperando “a ver si aparece”. En España, ante una urgencia se debe llamar al 112 y, para apoyo especializado en casos de menores desaparecidos, existe el 116 000 (línea europea), que orienta a familias y canaliza recursos. Compartir información solo por vías fiables también ayuda a que el ruido no entierre la pista correcta.
Mari Luz Cortés no debería ser recordada solo por lo que le hicieron, sino por lo que reveló: que un fallo administrativo puede abrir la puerta a una tragedia, que la infancia necesita protección real y no promesas, y que una familia puede quedarse sin aire mientras el sistema “trámite” su dolor. Nombrarla hoy es un acto de memoria y de responsabilidad: para que ninguna otra niña se pierda en una calle corta creyendo que el mundo, por ser conocido, también es seguro.
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