Paula Mas tenía 21 años y esa energía de quien está aprendiendo a ser adulta sin renunciar a lo sencillo: una escapada, naturaleza, el plan de desconectar unas horas y volver con fotos. Marc Hernández tenía 23 y, según contaron quienes lo rodeaban, estaba ilusionado con empezar a trabajar en septiembre; la clase de ilusión tranquila que no hace ruido, pero sostiene una vida entera por dentro. Ese verano, su historia se cruzó con el lugar equivocado, y desde entonces sus nombres quedaron unidos a una pregunta que todavía duele: ¿qué pasó realmente en el pantano de Susqueda?
El 24 de agosto de 2017, Paula y Marc salieron hacia el embalse de Susqueda (Girona). Iban a pasar el día, navegar en kayak y, según reconstrucciones posteriores, incluso dormir en el coche. No era un plan extraño: era una escapada joven, de pareja, de aire libre. Lo que nadie imaginaba es que, a media mañana, dejaron de ser localizables, como si la naturaleza se los hubiera tragado de golpe.
Cuando las familias empezaron a preocuparse, el miedo avanzó rápido. Se denunciaron las desapariciones y los Mossos iniciaron las búsquedas en una zona difícil: caminos, agua, entradas y salidas posibles, testigos de paso, cámaras donde hubiera cámaras. El problema, en desapariciones así, es que el paisaje ofrece mil lugares donde el silencio se esconde, y cada hora sin noticias convierte el corazón en un puño.
Los primeros hallazgos fueron como migas de pan que llevaban al mismo sitio, pero sin revelar el final. Días después apareció el kayak flotando en el embalse. Luego localizaron el coche de Paula hundido a varios metros de profundidad. Nada de eso traía alivio: solo confirmaba que alguien había querido borrar el rastro, porque un coche no llega así al agua por casualidad, y un kayak abandonado no encaja con una pareja que se iba a “pasar el día”.
La certeza más dura llegó con el tiempo, cuando el propio curso del embalse empezó a devolver lo que se intentó esconder. A finales de septiembre de 2017 se localizaron los cuerpos de Paula y Marc dentro del pantano, tras semanas de búsqueda. La investigación asumió desde entonces la hipótesis central: no se trató de un accidente, sino de un crimen, y los cuerpos fueron lastrados con piedras para que no salieran a la superficie.
En esos días, la sociedad se agarró a la esperanza de una explicación “simple”, porque el ser humano necesita pensar que el horror siempre tiene una lógica previsible. Pero la reconstrucción periodística y policial apuntó a otra cosa: Paula y Marc no tenían un perfil de riesgo especial, no estaban “metidos en líos”, no habían avisado de amenazas. Eran dos jóvenes normales, en un lugar aislado, y eso —precisamente eso— es lo que hace que el caso resulte tan inquietante.
La investigación fue dibujando la idea que más se repitió desde 2017: que la pareja pudo cruzarse con la persona equivocada, quizá por algo tan banal como una recriminación, una discusión por estar “en la zona”, o un encuentro inesperado. El País explicó pronto que la principal hipótesis era esa: un cruce con alguien que quiso hacerlos desaparecer y eligió el embalse como tumba sin nombre.
En febrero de 2018, el caso dio un giro enorme: los Mossos detuvieron como sospechoso a Jordi Magentí Gamell, un vecino de Anglès, con un antecedente muy grave previo (había sido condenado por matar a su esposa en 1997, según se publicó entonces). La detención convirtió la historia en un terremoto: ya no era solo “un misterio”, era un procedimiento con un nombre propio bajo investigación.
Aun así, la causa no avanzó como muchos imaginaban. Con el tiempo, Magentí quedó en libertad provisional, y la instrucción continuó durante años, con diligencias, peritajes y discusiones sobre la solidez de los indicios. Las familias quedaron atrapadas en ese tipo de espera que desgasta más que un titular: la espera judicial, la del “todavía no”, la del “faltan pruebas”, la del “seguimos investigando”.
Lo que trascendió de la tesis del fiscal en 2018 fue contundente: según ese relato, Magentí se habría encontrado con la pareja, habría disparado contra Marc y después contra Paula, y más tarde se habría intentado ocultar el crimen hundiendo el vehículo y lastrando los cuerpos. Es importante decirlo con claridad: eso es una versión acusatoria, no una sentencia, pero muestra por qué el caso se mantuvo vivo en los tribunales durante tanto tiempo.
Mientras la justicia caminaba despacio, el caso creció como herida social. Medios y programas lo llamaron “crimen del pantano de Susqueda”, y esa etiqueta terminó convirtiendo un lugar bonito en un nombre de miedo. Pero para las familias, Susqueda no es un escenario: es el sitio donde se rompió la vida, donde una salida de verano se convirtió en ausencia, y donde cada aniversario pesa como si fuera la primera vez.
Con los años también aparecieron hipótesis y rumores alrededor del entorno, como posibles plantaciones ilegales en la zona o secretos del lugar que la pareja pudo haber visto. Algunas piezas periodísticas han mencionado esas líneas como parte del debate público, pero lo esencial sigue siendo que, a día de hoy, no hay una condena firme que cierre la historia, y el caso continúa marcado por esa mezcla de indicios, sospechas y espera.
El dato más reciente que reactivó el interés llegó en 2025: medios informaron de que el crimen de Susqueda podría ir a juicio con jurado en 2026, después de una instrucción larguísima y de investigaciones que han seguido abiertas sin sentencia definitiva. Para quien mira desde fuera es “una noticia judicial”; para las familias es volver a respirar un poco, con miedo de que incluso esa puerta vuelva a cerrarse.
Paula y Marc, mientras tanto, siguen siendo lo que fueron: dos jóvenes que merecían volver a casa. En estos casos, la memoria a veces se llena de detalles que parecen pequeños, pero sostienen: el futuro que Marc estaba a punto de empezar, la responsabilidad que describían en Paula, los mensajes de familia, la última normalidad antes del silencio. Ese es el centro real de la historia: la vida que les arrebataron, no el morbo del misterio.
También queda una lección fría pero útil: cuando una escapada cambia de plan, cuando se pierde cobertura y pasan horas sin contacto, cuando aparece un objeto clave abandonado, no se espera “a ver si vuelve”. Se avisa cuanto antes, se da la última ubicación, se comparte la descripción completa, y se evita contaminar con rumores. En desapariciones, la rapidez no garantiza el resultado, pero sí multiplica posibilidades.
Si alguna vez te enfrentas a una desaparición, en España el camino seguro es llamar al 112 si hay urgencia, y contactar con 091 o 062 para aportar datos. Para menores desaparecidos existe el 116 000 (línea europea de menores desaparecidos). Y si tienes información real sobre un caso abierto, lo responsable es aportarla por canales oficiales, no en comentarios: a veces una pista mínima, bien ubicada en lugar y hora, es la que rompe años de silencio.
Y aunque el tiempo pase, el caso de Paula Mas y Marc Hernández sigue recordando lo mismo: que lo peor no siempre hace ruido, que el peligro puede esconderse en un cruce de caminos, y que una familia puede quedarse viviendo décadas dentro del último día que vio a su hijo sonreír.
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