Juan Atarés Peña: el asesinato de ETA en Pamplona el 23 de diciembre de 1985 y la Nochebuena que una familia nunca volvió a vivir igual




La víspera de Nochebuena suele tener el sonido de los preparativos: una llamada pendiente, una compra de última hora, el hogar calentándose para recibir a los suyos. Pero el 23 de diciembre de 1985, en Pamplona, esa música se quebró para siempre. Juan Atarés Peña, general de brigada de la Guardia Civil en la reserva, salió a dar un paseo cerca de su casa… y no regresó. 

Tenía 67 años, era natural de Huesca y estaba casado. Su biografía, como la de tantos servidores públicos en aquellos años, estuvo marcada por un país convulso: tensiones políticas, miedo cotidiano y una amenaza que no era abstracta, sino concreta, con nombres y siglas. La Real Academia de la Historia sitúa su nacimiento en 1918 y su muerte en Pamplona en esa misma fecha de 1985. 

A Juan, quienes lo conocían, lo imaginaban como una presencia firme, acostumbrada al deber y al silencio. RTVE recuerda que ya había sufrido cuatro atentados frustrados antes de aquel día, y aun así el simple acto de caminar por su ciudad seguía siendo, en el fondo, un ejercicio de normalidad: intentar vivir pese al riesgo. 


Al mediodía, en el entorno de la Vuelta del Castillo, todo ocurrió con una rapidez que la mente humana tarda años en aceptar. La información recogida por RTVE y otros registros memorialísticos describe un ataque por la espalda cuando el general paseaba. No hace falta recrearse en lo físico para entender la dimensión real: en segundos, una vida se apagó y una familia entró en una oscuridad que no se elige. 

En ese instante, Pamplona dejó de ser solo una ciudad: se convirtió en una escena de duelo. Y hay una imagen que atraviesa el tiempo porque dice mucho del golpe: la cercanía de la casa, la idea de que estaba a unos pasos de volver, y el contraste brutal entre lo cotidiano y lo irreversible. Porque el terror no siempre irrumpe con estruendo; a veces se cuela en el trayecto más simple. 

Detrás del crimen, la investigación lo atribuyó al “comando Nafarroa” de ETA. No fue un acto aislado en el vacío: formaba parte de una estrategia de intimidación que buscaba dejar marcas en fechas sensibles, cuando las familias se reúnen, cuando el hogar debería ser refugio. Que ocurriera justo antes de Nochebuena no fue un detalle: fue parte de la herida. 

La justicia, con el tiempo, señaló responsables y cómplices. RTVE recoge que Juan José Legorburu Guerediaga y Mercedes Galdós Arsuaga fueron condenados por este asesinato a largas penas de prisión, y que María Cruz Azcona Larreta fue condenada como cómplice, además de fijarse indemnizaciones para la viuda. 


En prensa de la época también se publicaron condenas elevadas dictadas por la Audiencia Nacional en 1987 para miembros del comando por este crimen, reflejando la gravedad del caso y el esfuerzo judicial por atribuir responsabilidades penales. Con los años, el relato jurídico se fue completando con sentencias, recursos y episodios procesales propios de un periodo donde muchas causas de terrorismo tardaban en cerrarse del todo. 

Y aun así, la justicia también dejó una de esas paradojas que duelen: en 2011, la Audiencia Nacional absolvió a una acusada a la que se atribuía haber dado cobertura al comando, por un defecto procesal (la Fiscalía no aportó un acta clave). Para una familia, estas noticias no son tecnicismos: son golpes secundarios que reabren la herida con otro tipo de frío, el del expediente. 

En el centro de todo, sin embargo, no deberían estar los nombres de los agresores, sino el nombre de Juan… y el vacío que dejó. RTVE señala que estaba casado y tenía cuatro hijos. En algunos relatos circulan cifras distintas sobre la descendencia, pero el dato esencial no cambia: había una familia esperando la Nochebuena, y lo que recibió fue una ausencia. 

La viuda, María Luisa Ayuso, aparece mencionada en crónicas con una reacción que muchos han descrito como dignidad en medio del derrumbe. En un país marcado por el miedo, esa dignidad era también una forma de resistencia: no permitir que el crimen definiera por completo a quien lo sufrió, aunque el dolor, por dentro, lo ocupara todo. 

Porque el terror busca algo más que apagar una vida: busca contaminar la vida de los demás. Busca que un parque se vuelva sospecha, que un paseo se vuelva amenaza, que una fecha familiar se vuelva cicatriz. Y eso es lo que hace especialmente oscuro el caso de Juan Atarés Peña: que no se queda en 1985, sino que se estira en cada Navidad posterior para quienes lo amaron. 


En 2025, al cumplirse 40 años, Navarra volvió a recordarlo en actos y homenajes en el mismo lugar donde todo ocurrió. No se trata de nostalgia: se trata de memoria, de decir que la víctima no se diluye con el tiempo, y de sostener que el duelo también forma parte de la historia de una comunidad. 

Hablar de este caso hoy también tiene un sentido humano: entender el impacto del trauma en las familias. Quienes pierden a alguien en un atentado suelen vivir con sobresaltos, culpa involuntaria, ansiedad, cambios en el sueño, miedo a ciertas fechas o lugares. No es “debilidad”: es la mente intentando sobrevivir a lo que no debería haber ocurrido.

Y si esta historia deja una enseñanza social, es la importancia de acompañar a las víctimas con respeto y sin ruido. La memoria no es espectáculo: es cuidado. Cuidar es escuchar, no banalizar, no convertir el dolor ajeno en conversación ligera, y apoyar los recursos que sostienen a familias y supervivientes cuando las cámaras se van.

Si tú o alguien cercano carga con el peso de un duelo traumático o una crisis emocional intensa, pedir ayuda no es un gesto pequeño. En España, ante una urgencia inmediata está el 112, y para apoyo en crisis emocionales existe el 024. Porque, aunque el pasado no pueda cambiarse, sí puede evitarse que el dolor se viva a solas.


Juan Atarés Peña salió a caminar un 23 de diciembre y el país siguió girando, pero su familia quedó detenida en ese instante. Recordarlo con verdad es mirar de frente lo que el terror quiso imponer: miedo, silencio, olvido. Y responder con lo contrario: memoria, humanidad y la certeza de que cada víctima fue —antes que nada— una vida real.

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