Antes de convertirse en uno de los nombres más polémicos de la crónica judicial española, María Sevilla era presentada como defensora de la infancia. Presidenta de la asociación Infancia Libre, invitada a foros, reuniones institucionales y hasta al Congreso, se la escuchaba hablar de protección de menores y de denuncias de abusos que, según ella, no eran tomadas en serio. Esa imagen se quebró en 2019, cuando la Policía la detuvo acusada de haber ocultado durante más de un año a su propio hijo, desobedeciendo resoluciones judiciales y manteniéndolo fuera del alcance de su padre.
María Sevilla había tenido un hijo con su expareja, Rafael Marcos. Tras la ruptura, comenzó una batalla en los juzgados por la custodia y el régimen de visitas. Ella sostenía que el niño sufría abusos por parte del padre; distintas resoluciones judiciales, informes forenses y archivos de causas concluyeron que esas acusaciones no quedaban acreditadas. El conflicto no se apagó ahí: mientras algunos colectivos la presentaban como “madre protectora”, la justicia insistía en que no había pruebas para respaldar sus sospechas.
En 2017, la situación dio un giro radical. Pese a las órdenes que regulaban visitas y custodia, María dejó de cumplir las resoluciones. El niño, que debía mantener contacto con su padre, desapareció de la rutina marcada por el juez. No se presentó a citas, no respondió a requerimientos, no atendió llamadas. Lo que comenzó como un incumplimiento de régimen se convirtió, según las sentencias posteriores, en una decisión deliberada de cortar toda relación del menor con su progenitor paterno.
Durante quince meses, María Sevilla y su hijo permanecieron ocultos. El País llegaría a describirlo como “una huida” que terminó en una finca de Cuenca: una casa aislada, con ventanas parcialmente tapadas, donde el niño vivía sin escolarización normalizada, con escaso contacto social y totalmente desvinculado del mundo anterior. Para la justicia, no era un simple cambio de domicilio, sino una retención ilícita del menor, en abierta desobediencia a las resoluciones que protegían el derecho del niño a relacionarse con ambos progenitores.
Mientras tanto, Rafael Marcos denunció ante los tribunales la desaparición de su hijo en términos legales: no sabía dónde estaba, no podía verlo, ni siquiera comprobar su estado. La Policía Nacional abrió una investigación que, con el tiempo, se extendió a otras integrantes de Infancia Libre, al detectar un patrón de madres que, alegando abusos no probados, habrían interrumpido de forma unilateral el contacto de sus hijos con los padres. El caso Sevilla se convirtió en el más mediático de todos.
En abril de 2019, los agentes localizaron finalmente a María y al menor en esa finca de Cuenca. El niño fue entregado al padre y ella detenida. Su versión, recogida por la prensa, fue tan contundente como inquietante: dijo que había prometido a su hijo que “no volvería con su padre” y que por eso decidió marcharse y ocultarlo. Para la defensa, se trataba de una madre desesperada, convencida de estar protegiendo a su pequeño; para la acusación, era la prueba de una decisión consciente de borrar al padre de la vida del menor.
El proceso penal terminó cristalizando en una acusación por delito de sustracción de menores: no se hablaba de violencia física directa contra el niño, sino de retenerlo y alejarlo de su otro progenitor, incumpliendo de forma grave y prolongada las órdenes del juez. En octubre de 2020, un juzgado madrileño condenó a María Sevilla a dos años y cuatro meses de prisión y a cuatro años de retirada de la patria potestad sobre su hijo, además del pago de una indemnización a su expareja y de las costas del juicio.
La Audiencia Provincial de Madrid confirmó la sentencia en enero de 2021, rechazando el recurso de la defensa. En enero de 2022, un juzgado le dio diez días para ingresar voluntariamente en prisión; en febrero ya cumplía condena en un centro de inserción social, mientras su entorno ponía en marcha una campaña pública pidiendo el indulto y presentándola como víctima de un sistema que, aseguraban, no escucha a las madres que denuncian abusos.
La petición de perdón llegó hasta el Consejo de Ministros. Organizaciones feministas y representantes de algunos partidos reclamaron al Gobierno una medida de gracia “urgente” para María Sevilla. La Fiscalía, en un informe controvertido, respaldó un indulto parcial: proponía reducir la pena de cárcel a dos años —el límite que permite evitar el ingreso efectivo si no hay antecedentes—, pero mantenía la retirada de la patria potestad durante cuatro años.
El 24 de mayo de 2022, el Gobierno aprobó el indulto parcial mediante el Real Decreto 405/2022, publicado en el BOE al día siguiente. La medida rebajó la pena de prisión a dos años y permitió que Sevilla dejara el centro de inserción, pero mantuvo la inhabilitación para ejercer la patria potestad y la prohibición de acercarse a menos de mil metros de su hijo o comunicarse con él durante un periodo fijado en la resolución. El Ejecutivo justificó la decisión por razones de “justicia y equidad”.
El indulto abrió una batalla paralela. El padre del menor, Rafael Marcos, recurrió la medida ante el Tribunal Supremo, alegando que perjudicaba a su hijo y que el Gobierno se había apoyado en un relato político, no jurídico. En junio de 2023, el Supremo confirmó el indulto parcial: consideró que cumplía los requisitos legales y que no suponía un daño añadido para el niño, que seguía protegido por la retirada de la patria potestad y las órdenes de alejamiento.
En paralelo, el nombre de María Sevilla se coló en otro frente judicial: el de las declaraciones públicas. La entonces ministra de Igualdad, Irene Montero, afirmó en televisión que el padre del niño era un “maltratador”, pese a que no había condenas en ese sentido. El exmarido la demandó y el Supremo terminó dándole la razón: ordenó a la ministra pagar intereses y costas por vulnerar su derecho al honor, en una sentencia que subrayaba el peso de la presunción de inocencia incluso en debates políticos y mediáticos sobre violencia en el hogar.
Hoy, el caso de María Sevilla sigue siendo un punto de choque entre relatos opuestos. Para algunos sectores, representa el ejemplo de una madre que cruzó todos los límites legales al ocultar a su hijo durante más de un año, negándole la escuela, la vida social y a su otro progenitor. Para otros, es un símbolo de las llamadas “madres protectoras”, mujeres que aseguran no encontrar amparo cuando denuncian abusos y acaban enfrentadas a procesos penales por hacerlo. Entre esos dos discursos, queda un niño que creció en medio de una guerra de adultos, un expediente judicial lleno de páginas y un indulto que dejó tantas preguntas como respuestas.
¿Hasta dónde puede llegar una madre convencida —aunque los tribunales no la respalden— de que está protegiendo a su hijo, antes de cruzar la línea roja de la ley? ¿Y cuántos menores quedan atrapados, como en el caso de María Sevilla, entre la desconfianza hacia las denuncias, la lentitud de la justicia y las batallas ideológicas que se libran sobre sus vidas sin que ellos puedan elegir?
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