La tarde del 3 de diciembre de 2025 comenzó como un paseo de invierno junto al mar, uno de esos momentos que cualquier niño de cuatro años disfruta sin pensar en nada más que la arena húmeda y las olas que rompen suaves en la orilla. Lucas, risueño y siempre curioso, llegó a la playa de Garrucha de la mano de su madre, sin saber que ese sería el último instante en el que alguien lo vería con vida. Su nombre se convertiría, en pocas horas, en un eco que recorrería todo Almería.
La madre y el pequeño habían pasado la tarde en la zona del antiguo cargadero de mineral, un tramo costero donde aún se mantienen viejas casetas de hormigón que datan de la Guerra Civil. A las horas del atardecer, la familia paterna recibió un mensaje inquietante: la madre aseguraba haber dejado “un momento” al niño dentro de una de esas estructuras. Cuando fueron a buscarlo, Lucas ya no estaba allí. Solo quedaba ese mensaje, breve y desconcertante.
A las ocho de la tarde, la alarma ya estaba activada. Vecinos, familiares y cuerpos de emergencia comenzaron una búsqueda contrarreloj, iluminando con linternas cada rincón del paseo marítimo. Las redes sociales se llenaron de la foto del pequeño, con peticiones urgentes de ayuda y la esperanza de encontrarlo sano y salvo. Era difícil creer que un niño pudiera alejarse tanto por sí solo en un tramo de costa lleno de recovecos y estructuras antiguas.
La Guardia Civil, Protección Civil y la Policía Local ampliaron el operativo hacia las zonas rocosas que separan Garrucha de Mojácar. La noche avanzaba sin respuestas, y la tensión se hacía más pesada con cada minuto. Nadie quería imaginar un final oscuro para un niño tan pequeño, pero las autoridades empezaban a manejar posibilidades que iban más allá de una simple desaparición en la playa.
Esa esperanza se rompió poco después de las 23:30. En el interior de una antigua caseta de hormigón, casi oculta entre las piedras, agentes localizaron el cuerpo sin vida de Lucas. La estructura, que alguna vez fue un puesto defensivo, estaba ahora envuelta en un silencio extraño, como si el lugar hubiera absorbido el tiempo. El hallazgo cerró la búsqueda, pero abrió una investigación mucho más profunda y dolorosa.
La madre, de 21 años y embarazada, fue detenida al amanecer. Sus declaraciones, confusas y contradictorias, no hicieron más que aumentar las dudas de los investigadores. Horas después, la Guardia Civil arrestó también a su pareja sentimental, un hombre que no era el padre biológico del pequeño y sobre el que existía una medida de alejamiento por episodios previos de conductas agresivas en el hogar.
Pronto salieron a la luz grabaciones realizadas por vecinos semanas antes, donde se veía al detenido tratando al niño de manera inapropiada. Las imágenes recorrieron los informativos: Lucas aparece siendo empujado, zarandeado, con una expresión que muchos describieron como miedo. Aquello no solo encendió la indignación del pueblo, sino que reforzó la línea principal de la investigación.
Las primeras conclusiones forenses dibujaron un escenario aún más duro: el pequeño presentaba lesiones recientes y otras antiguas, lo que hacía pensar en un historial prolongado de maltrato. Además, los técnicos encontraron indicios que apuntaban a una posible agresión de índole sexual, una información que los medios difundieron con cautela y que aún debe ser confirmada en informes definitivos.
La familia paterna denunció, entre lágrimas, que llevaban meses alertando de señales que nadie atendió a tiempo. Una tía relató que días antes había visto a Lucas con un golpe en la cabeza y que el pequeño, al verla, solo repetía que quería irse con ella. La sensación de que varios avisos se quedaron sin respuesta pesa como un interrogante sobre el sistema de protección.
El sumario, declarado bajo secreto, intenta ahora reconstruir minuto a minuto lo ocurrido desde que la madre llegó a la playa hasta el momento en que el niño fue hallado. Los investigadores tratan de averiguar si Lucas perdió la vida en la propia caseta, si fue llevado allí después, o si hubo un intento deliberado de ocultar lo sucedido. Cada dato, cada rastro, cada marca es analizada con extremo detalle.
Mientras la investigación avanza, Garrucha permanece en duelo. El ayuntamiento decretó días de silencio institucional, las banderas ondean a media asta y los vecinos han colocado velas, flores y peluches en la plaza. En cada acto público, los vecinos repiten lo mismo: “Lucas era de todos”, “esto no puede volver a ocurrir”. El impacto se ha sentido más allá del municipio, despertando un debate sobre cómo proteger mejor a los menores en riesgo.
El padre biológico, devastado, exige justicia mientras afirma que él y su familia habían avisado una y otra vez de la situación. Los abuelos maternos, por su parte, sostienen que su hija estaba atrapada en una relación destructiva que la había aislado y cambiado profundamente. En este conflicto de versiones, quien falta es Lucas, el único que podría contar su verdad.
Hoy, dos personas permanecen detenidas mientras la jueza de guardia analiza nuevas pruebas y testimonios. Se esperan decisiones que marcarán el rumbo del caso: prisión provisional, cargos formales, y la protección para cualquier otro menor del entorno. Y aunque la justicia trate de avanzar, el pueblo sigue preguntándose cómo un niño que solo había ido a jugar junto al mar terminó dentro de una caseta abandonada.
En ese viejo fortín de cemento, el viento sigue entrando por la misma abertura donde los agentes encontraron a Lucas. Allí, entre la sal y el silencio, queda la pregunta que retumba en cada rincón de Garrucha: ¿cuántas señales tuvieron que ignorarse para que un niño de cuatro años no recibiera la protección que necesitaba? ¿Cuántas historias como la suya permanecen invisibles hasta que ya es demasiado tarde?
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