La madrugada del 9 de diciembre de 2001, el 911 de Durham, Carolina del Norte, recibió una llamada cargada de gritos: Michael Peterson aseguraba haber encontrado a su esposa, Kathleen, al pie de la escalera de su casa, rodeada de un rastro rojizo que lo llenaba todo. Decía que había sido una caída, un accidente doméstico. Lo que nadie sabía entonces era que ese tramo de escalones iba a convertirse en una de las escenas más debatidas de la crónica criminal moderna: el famoso caso Kathleen Peterson, conocido en medio mundo como The Staircase.
Kathleen Hunt Atwater Peterson tenía 48 años y una vida que, desde fuera, parecía un triunfo. Ejecutiva de alto nivel en una empresa de telecomunicaciones, inteligente, competitiva, acostumbrada a manejar grandes cifras y proyectos. Compartía con Michael una casa amplia en el barrio de Forest Hills, una familia reconstituida con hijos de relaciones anteriores y una imagen de matrimonio exitoso de clase media alta. Las cenas en el porche, la piscina, los libros, la política local… parecían el retrato de una vida ordenada.
La última noche de Kathleen empezó como tantas otras: cena con vino, correos del trabajo, un rato más de bebida y conversación junto a la piscina, según el relato de Michael. Él diría después que se quedó fuera, fumando y leyendo, mientras su esposa entraba en casa. Pasadas las 2:40 de la madrugada, asegura que la encontró al pie de la escalera trasera, inconsciente, respirando con dificultad, rodeada de grandes manchas rojizas. En la grabación de emergencia se oye cómo repite que “se cayó por las escaleras”. Esa frase se convertiría, años después, casi en una declaración de guerra entre defensores y acusadores.
La escena no convenció a los primeros agentes. La autopsia fue aún más demoledora para la versión del accidente: siete heridas abiertas en la parte posterior de la cabeza, otras lesiones internas en cuello y cartílago, y una pérdida de sangre tan prolongada que los forenses estimaron entre 90 minutos y dos horas de agonía. Para la médica forense, aquello no era una simple caída, sino el resultado de una agresión repetida con un objeto alargado y rígido. Para la acusación, esa conclusión se convirtió en el corazón del caso Kathleen Peterson.
Cuando la policía empezó a mirar más de cerca la vida de los Peterson, el retrato de familia perfecta se resquebrajó. Aparecieron correos y contactos que mostraban que Michael mantenía encuentros con hombres, algo que la fiscalía presentó como “doble vida” y posible detonante de una discusión con Kathleen esa misma noche. Se habló de presiones económicas, de una póliza de vida de 1,5 millones de dólares, de un matrimonio menos idílico de lo que parecía. Y surgió un dato inquietante del pasado: años antes, en Alemania, una amiga de la familia, Elizabeth Ratliff, había sido hallada sin vida… también al pie de una escalera.
En 2003 se celebró uno de los juicios más largos que recuerda Carolina del Norte. Durante semanas, el jurado escuchó peritos en manchas rojizas, reconstrucciones de caídas, testimonios sobre la vida íntima del escritor, y hasta la exhumación del cuerpo de Elizabeth Ratliff, cuya muerte fue reclasificada como sospechosa y utilizada por la fiscalía como “guion previo” para una escena fingida con Kathleen. Se presentó como posible arma un atizador especial de chimenea, un blow poke, que curiosamente estaba desaparecido… hasta que la defensa lo encontró más tarde, aparentemente intacto, en el garaje.
El 10 de octubre de 2003, el jurado declaró a Michael Peterson culpable de homicidio en primer grado. La sentencia: cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. El caso pareció cerrado… pero en realidad solo estaba cambiando de escenario. Un equipo de documentalistas franceses llevaba tiempo grabando todo el proceso desde dentro; su serie, The Staircase, convirtió el expediente en fenómeno global, mostrando dudas sobre las pruebas, contradicciones del sistema forense y la fragilidad de un juicio apoyado en interpretaciones científicas que no siempre eran tan sólidas como parecían.
A medida que pasaban los años, la estructura del caso empezó a resquebrajarse por donde menos se esperaba: el laboratorio. En 2010 y 2011 salieron a la luz graves irregularidades en el trabajo del analista de manchas rojizas del SBI, Duane Deaver, testigo clave de la acusación. Una auditoría reveló que había exagerado su experiencia y manipulado resultados en decenas de casos. En diciembre de 2011, el juez Orlando Hudson determinó que su testimonio había sido “claramente engañoso” y concedió a Michael Peterson un nuevo juicio, anulando la condena original.
Mientras el sistema digestaba la idea de repetir un proceso tan mediático, surgió una de las teorías más extrañas de la crónica criminal reciente: la teoría del búho. Un abogado vecino, T. Lawrence Pollard, sostuvo que las heridas en la cabeza de Kathleen y la presencia de pequeñas plumas y fragmentos vegetales en su pelo y mano podían ser compatibles con el ataque de un búho barrado en el jardín. El ave, según esta hipótesis, la habría arañado brutalmente; ella, huyendo y sangrando, habría entrado a la casa, perdido el equilibrio y terminado al pie de la escalera. Varios expertos en fauna y en medicina forense firmaron informes diciendo que, al menos, era posible. Otros lo consideraron una idea extravagante.
El nuevo juicio nunca llegó a celebrarse. En 2017, con más de 70 años, cansado y sin confianza en poder repetir una batalla judicial completa, Michael Peterson aceptó una salida agridulce: un Alford plea. Es una figura legal que permite afirmar públicamente la inocencia pero reconocer que la fiscalía tiene pruebas suficientes para conseguir una condena. Peterson se declaró culpable de un cargo reducido de homicidio voluntario por la muerte de Kathleen, fue condenado a un máximo de 86 meses… y salió libre al instante, porque ya había pasado casi ocho años entre rejas. Legalmente, desde entonces, es un delincuente condenado por la muerte de su esposa.
En paralelo, la batalla civil también dejó huella. Kathleen tenía una hija, Caitlin, de un matrimonio anterior; ella, que al principio apoyó a Michael, acabó convencida de lo contrario tras leer el informe forense. En 2002 presentó una demanda de responsabilidad civil, y en 2007 ambas partes llegaron a un acuerdo: Peterson aceptó una resolución por 25 millones de dólares a favor de Caitlin, una cifra simbólica que nunca podría pagar en su totalidad, pero que fijaba en papel la idea de que, para la familia Atwater, él era el responsable último de lo ocurrido en esa escalera.
El caso Kathleen Peterson no murió con la firma del Alford plea. Al contrario: se multiplicó. La vieja docuserie francesa se relanzó en Netflix con nuevos episodios, Michael publicó memorias sobre su estancia en prisión y su vida posterior, y en 2022 HBO Max estrenó una miniserie de ficción, también titulada The Staircase, con Colin Firth y Toni Collette dando vida al matrimonio. Hoy, Michael vive en Durham, ya anciano, afirmando en entrevistas que sigue considerándose inocente, mientras la casa donde todo ocurrió fue vendida y se ha convertido en una propiedad más del mercado inmobiliario de lujo.
¿Fue Kathleen víctima de una agresión planeada, de un arrebato violento tras una discusión, de un accidente doméstico amplificado por el caos… o de un extraño ataque animal que nadie supo leer a tiempo? No hubo testigos directos, no hay grabaciones del momento crítico y las pruebas físicas, dos décadas después, siguen siendo un campo de batalla de expertos. Cada nuevo documental, cada artículo, reabre las mismas fotos, los mismos escalones, las mismas manchas en la pared, y, sin embargo, la verdad completa sigue fuera del alcance.
Al final, el caso Kathleen Peterson es algo más que una historia sobre una mujer que perdió la vida al pie de una escalera: es un espejo incómodo sobre cómo un sistema judicial puede apoyarse en ciencias discutibles, cómo una familia puede partirse en dos bandos irreconciliables y cómo una escena de madrugada puede interpretarse de formas radicalmente distintas según quién mire. ¿Cuántas de nuestras certezas sobre este caso se sostienen en lo que queremos creer, más que en lo que realmente se puede probar? ¿Y cuántas otras Kathleen, sin documental ni serie de televisión, se han quedado atrapadas para siempre entre un informe forense, una versión doméstica… y unos escalones que ya no pueden contarnos lo que vieron?
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