La madrugada del 9 de enero de 1993, Susana Ruiz Llorente, 16 años, salió del barrio madrileño de San Blas rumbo a una fiesta en un caserón ocupado de Vicálvaro. Era burgalesa, vivía con sus padres y su hermano en Madrid, y aquella noche solo debía ser eso: música, amigos, un concierto y volver a casa al amanecer. Su rastro se cortó a unos cientos de metros de ese edificio ruinoso. Desde entonces, el “caso Susana Ruiz” se repite como un eco incómodo cada vez que se habla de crímenes sin resolver en la capital.
Susana estudiaba en el instituto Las Musas, tenía amigas, planes, ganas de comerse el mundo. La España de entonces acababa de estremecerse con el caso Alcàsser y empezaba a mirar de frente los primeros crímenes de odio contra personas migrantes, como el de Lucrecia Pérez en Aravaca. En medio de ese clima, una adolescente de San Blas pide permiso para ir a un concierto en un caserón de Vicálvaro ocupado por jóvenes, algunos vinculados a ambientes radicales. Justina Llorente, su madre, aceptó, pero aquella noche, según ha contado después, se despertó con un presentimiento que nunca se le ha ido del cuerpo.
Lo último que se sabe de Susana con vida es que salió de la fiesta de madrugada, que la vieron caminar por la zona de Vicálvaro y que no volvió a cruzar la puerta de casa. Cuando amaneció y su cama seguía vacía, la familia activó la alerta. Denuncia, llamadas, una búsqueda frenética por San Blas y Vicálvaro. La policía interrogó a asistentes a la fiesta, reconstruyó horarios, preguntó por posibles acompañantes en la vuelta. La versión oficial de entonces habló de un simple “no regresó”, pero para su madre, desde el primer minuto, aquello fue otra cosa: le habían arrancado a su hija de la noche.
Los días siguientes al inicio del caso Susana Ruiz fueron un desfile de carteles, rastreos y promesas. Se registró el entorno del caserón, se examinaron descampados cercanos, se tiró de agenda adolescente: amigos, compañeros, pequeños conflictos o posibles romances. Nada. Durante 47 días, Madrid pareció haberse tragado a la chica de 16 años sin dejar rastro. Lo más inquietante, visto con el tiempo, es que la zona donde aparecería después su cuerpo ya había sido revisada sin éxito en las primeras batidas.
El 25 de febrero de 1993, un obrero que trabajaba en una escombrera de Vicálvaro vio algo extraño bajo los cascotes: una forma humana parcialmente cubierta por tierra, bloques y restos de obra. Eran los restos de Susana. Estaba semienterrada, con la ropa desplazada y signos claros de un final violento, en un descampado situado a apenas unos 400 metros del caserón donde se había celebrado la fiesta. El hallazgo, pocas semanas después del triple crimen de Alcàsser, encendió todas las alarmas y disparó titulares que mezclaban rumores, miedo y el fantasma de depredadores en las periferias de la ciudad.
A partir de ahí, empezó la segunda vida del caso: la de los informes forenses contradictorios. La primera autopsia habló de fracturas en la zona de la nuez del cuello, lesiones en la cabeza y un diente roto, compatibles con un ataque físico, pero sin encontrar restos que permitieran afirmar una agresión sexual ni un tipo de arma concreto. Con el tiempo, tres peritos oficiales sostendrían que el final de Susana pudo deberse a paradas cardíacas en cascada, quizá asociadas a hipotermia o consumo de sustancias, mientras un cuarto forense defendía la tesis del traumatismo y una compresión en el cuello. Dos diagnósticos que no pueden convivir… y que, sin embargo, marcaron todo el expediente.
La familia nunca aceptó que la versión dominante se inclinara hacia una “causa natural” en una adolescente hallada semienterrada y con lesiones. Exigieron una segunda autopsia, denunciaron la pérdida de muestras y cuestionaron cada paso de la instrucción. El cuerpo de Susana pasó casi un año retenido en el Instituto Anatómico Forense hasta que, en 1997, se autorizó por fin su reinhumación. Para entonces, ya se hablaba en prensa de “las dos muertes de Susana Ruiz”: la física y la judicial, la del cuerpo y la del caso archivado sin nadie señalado.
En febrero de 1994, unas 300 personas —vecinos, compañeros de instituto, colectivos sociales— se plantaron ante los juzgados de plaza de Castilla con pancartas y fotografías de la joven. “Queremos justicia”, coreaban, mientras Justina sostenía la imagen de su hija. La autopsia, recordaba la prensa, no había encontrado droga ni pruebas de agresión sexual, pero el cuerpo presentaba signos de violencia y había sido enterrado bajo toneladas de escombros. La pregunta que lanzaban era sencilla y brutal: ¿quién entierra a una chica de 16 años si todo es “natural”?
El sumario del caso Susana Ruiz dio un giro inquietante en 1995. Un joven ex–cabeza rapada, José Alberto Zamorano, dejó una cinta de casete en la que relataba cómo un grupo de ultraderecha habría retenido y atacado a Susana en un piso cercano, vinculando el crimen a militantes de Bases Autónomas. Afirmaba haber sido testigo directo, hablaba de dos hijos de “personas relevantes” y ponía nombres y apellidos sobre la mesa. Primero quiso contarlo a la policía; no le creyeron. Después terminó declarando ante la jueza Ana Ferrer, instructora del caso, entre versiones, miedos y silencios.
A esa cinta se sumó el testimonio de un preso de la cárcel de Guadalajara, Antonio Moreno, que aseguró haber presenciado el crimen y señaló de nuevo a dos jóvenes ligados a la ultraderecha, presentándolo como un ataque con componente de odio. La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo ordenó reabrir diligencias, se localizaron antiguos “rapados”, se rastreó la órbita neonazi madrileña de principios de los noventa y se habló abiertamente de la posibilidad de que Susana hubiera sido víctima de un crimen de odio. Pero las declaraciones se matizaban, los supuestos testigos se contradecían, y dos de ellos murieron de forma violenta con los años, alimentando aún más las sombras.
Cuando esa línea empezaba a agotarse, en 2001 el caso Susana Ruiz volvió a los titulares por otro flanco: la declaración de Ángela Martínez, esposa de Ángel Antonio Belinchón, un hombre ya investigado por el crimen de otra joven, Beatriz Agredano. En sede judicial, la mujer aseguró que su marido no solo era responsable de la muerte de Beatriz, sino también de la desaparición de Rosana Maroto en Valdepeñas y del final de Susana en 1993. Aquella acusación provocó una nueva reapertura del sumario… que, de nuevo, terminó diluyéndose sin cargos firmes ni juicio.
Tres décadas después, la etiqueta que se repite es “crimen sin resolver”. Páginas de memoria como Crímenesdeodio.info incluyen a Susana entre las víctimas con posible componente ideológico, mientras reportajes recientes la recuerdan como la adolescente que salió de fiesta en Madrid y apareció semanas después semienterrada, con signos de violencia, en un descampado donde ya se había buscado. Artículos como “Contra el olvido y la impunidad, a 30 años del asesinato de Susana Ruiz” o piezas en medios como El Cierre Digital, El Español o Telecinco han devuelto su nombre al debate sobre la impunidad y los fallos del sistema.
La voz más constante sigue siendo la de Justina. En entrevistas recientes, en el programa “Madres: Voces desde el alma” o en especiales sobre crímenes sin resolver, repite que a su hija “no la recogieron del suelo, la desenterraron”, y que el archivo del caso fue como volver a taparla de tierra. Pide una revisión completa del sumario con las técnicas forenses de hoy, un reanálisis de restos, fibras y perfiles de ADN que en los noventa eran impensables. “Te arrancan un trozo de carne y eso no cicatriza nunca”, ha dicho más de una vez.
Oficialmente, el caso Susana Ruiz es una carpeta fría: una joven de 16 años que desaparece la madrugada del 9 de enero de 1993, cuyo cuerpo aparece el 25 de febrero semienterrado en Vicálvaro, con lesiones, sin arma ni autor identificado, y con un expediente que ha oscilado entre “causa natural” y crimen violento según quién firmara el informe. Extraoficialmente, es el símbolo de algo que incomoda: que la combinación de errores periciales, testigos inestables, pistas perdidas y quizá intereses incómodos puede convertir en eterno el silencio alrededor de una víctima.
Porque a Susana la enterraron dos veces: la primera, bajo los cascotes de un descampado de Vicálvaro; la segunda, bajo una montaña de contradicciones y autos de archivo. ¿Cuántas veces puede reabrirse un caso antes de que se resigne a ser solo una fecha en la hemeroteca? ¿Cuántas otras chicas de barrio, como Susana Ruiz, han quedado atrapadas entre diagnósticos que se anulan entre sí, testigos que se esfuman y sumarios que se enfrían, mientras sus madres siguen sosteniendo una foto amarillenta, esperando que alguien, algún día, se atreva por fin a contar todo lo que sabe?
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