Laura González Lorenzo: la mañana de fiestas en La Palma que terminó en una tienda de la Calle Real





En Santa Cruz de La Palma, julio siempre huele a fiesta. Las Fiestas Lustrales de la Bajada de la Virgen convierten la capital en una isla dentro de la isla: música, gente en la calle, emoción, noches largas y una sensación de que todo el mundo se conoce. En ese ambiente, Laura González Lorenzo, de 27 años, trabajaba como dependienta en un comercio de la Calle Real la mañana del 10 de julio de 2015. Era uno de esos días en los que el pueblo late rápido, pero ella estaba en lo suyo: atender, ordenar, seguir con la rutina mientras afuera la ciudad celebraba. 

Laura no era un nombre más en la isla. Su historia, después, sería repetida en actos y homenajes, pero antes de eso era simplemente una joven con familia, con planes, con un trabajo, con una vida normal que nadie debería ver interrumpida de forma violenta. Quienes la recuerdan hablan de la conmoción que se apoderó de La Palma porque el golpe fue directo al corazón: ocurrió a plena luz, en un lugar público y en un punto tan emblemático que todo el mundo puede señalarlo con el dedo. 

Según quedó fijado en la investigación y en las sentencias posteriores, ese día apareció su expareja, David Batista, y lo que sucedió dentro del establecimiento fue tan rápido que apenas dejó margen para reaccionar. La versión judicial describe que él la roció con un líquido inflamable y le prendió fuego en el interior del local. En segundos, el trabajo cotidiano se convirtió en una escena de pánico, gritos y carreras desesperadas, con personas intentando auxiliarla mientras la realidad se volvía irreconocible. 


Hubo alguien, entre el caos, que se quedó grabado en la memoria pública de la isla: Flora Prieto Pérez, una mujer que intentó frenar lo que estaba ocurriendo y ayudar a Laura, incluso poniéndose ella misma en riesgo. Años después, la Delegación del Gobierno en Canarias la reconoció por su actuación aquel día, porque en medio de un horror así, hay gestos humanos que no borran lo ocurrido, pero sí demuestran que alguien trató de sostener la vida con las manos. 

La noticia corrió como un rayo por La Palma. En un territorio donde las distancias son cortas y los vínculos son largos, el impacto fue inmediato: llamadas entre familias, comercios cerrando, gente agolpándose, una sensación de irrealidad que se extendía desde la Calle Real hasta los barrios más altos. Los medios hablaron de la conmoción durante las fiestas, porque el contraste era brutal: una ciudad engalanada por la Bajada, y al mismo tiempo una tragedia que apagó el aire en cuestión de minutos. 

Laura no sobrevivió. Y ese hecho dejó una marca especialmente dura en la isla, porque no fue un suceso lejano ni abstracto: fue allí, en el centro, en pleno día, cuando mucha gente estaba en la calle o a punto de salir a celebrar. En los días siguientes, el duelo se volvió colectivo. Se organizaron actos, concentraciones y despedidas multitudinarias. La Palma la lloró con una intensidad que solo se entiende en lugares donde el dolor de una familia se siente como dolor de todos. 


La investigación avanzó y el caso llegó a juicio con Tribunal del Jurado. En febrero de 2017, el jurado declaró culpable a David Batista por haberle quitado la vida a Laura. Aquella resolución fue un punto clave porque, a partir de ahí, el caso dejó de moverse en rumores y pasó a sostenerse en una verdad judicial. Para la familia y para toda la isla, no era “cerrar” la herida —porque eso no existe—, pero sí era poner nombre y responsabilidad donde antes había solo espanto. 

Poco después llegó la sentencia: la Audiencia Provincial de Santa Cruz de Tenerife lo condenó a 37 años de prisión. La pena incluyó una condena principal por el delito contra la vida de Laura, además de otras responsabilidades por hechos relacionados. En la cobertura periodística se recoge que el tribunal consideró agravantes y el carácter especialmente grave de lo ocurrido en un contexto de relación previa, donde el control y la violencia toman una dimensión todavía más dolorosa. 

El caso no terminó ahí: con el tiempo se conoció que el condenado afrontaba además otras causas pendientes, y que se dictaron nuevas condenas por amenazas y acoso previos. Eso añadió una lectura todavía más inquietante: que la tragedia no nace de un “instante loco” sin señales, sino de un camino de hostigamiento y presión que, si no se frena a tiempo, puede escalar hasta lo irreversible. 



En la isla, el nombre de Laura empezó a convertirse también en símbolo. Se habló de cómo su caso impulsó movilización social y asociaciones de apoyo, y de cómo la comunidad palmera se organizó para que su historia no quedara reducida a un titular viejo. El recuerdo no se sostuvo solo en homenajes: se sostuvo en la idea de que repetir su nombre era una forma de proteger a otras, de insistir en que estas señales deben tomarse en serio y de que nadie debería sentirse sola cuando pide ayuda. 

Años después, la memoria siguió subiendo a los espacios institucionales. En diciembre de 2024, el Cabildo de La Palma llevó al pleno una moción para honrar la memoria de Laura, recordando que su caso marcó a la isla en plena Bajada de la Virgen. Ese gesto dejó claro algo importante: el tiempo pasa, las fiestas vuelven, pero hay nombres que no deben borrarse, porque detrás de ellos hay una historia real, una familia real y una comunidad que aprendió —de la manera más dura— lo que significa que la violencia aparezca en mitad de un día “normal”. 


Cada aniversario vuelve con la misma sensación: la Calle Real sigue ahí, las tiendas siguen abriendo, la gente sigue caminando… pero en La Palma hay un punto exacto donde el aire cambió para siempre. Y cuando se recuerda a Laura González Lorenzo, no se la recuerda solo por cómo la perdió el mundo, sino por lo que su historia obligó a mirar de frente: que el peligro puede venir de alguien cercano, que la violencia puede irrumpir incluso en espacios públicos y luminosos, y que la memoria es una forma de resistencia cuando la ausencia intenta instalarse como costumbre. 

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