Pamplona tiene un pulso especial cada 7 de julio: calles llenas, música, pañuelos rojos y esa sensación de que la ciudad late al mismo tiempo. Pero en 2008, en mitad de esa fiesta que parece eterna, una vida joven quedó atrapada en un lugar equivocado y en una decisión ajena. El nombre de Nagore Laffage dejó de ser solo el de una estudiante que disfrutaba San Fermín y se convirtió en una herida colectiva, de esas que cambian la forma en que un país mira a su alrededor cuando cae la madrugada.
Nagore tenía 20 años, era de Irún (Gipuzkoa) y estudiaba Enfermería en Pamplona, donde hacía su vida como tantas personas jóvenes que llegan a una ciudad universitaria: amistades, prácticas, planes que aún no han aprendido a tener miedo. Esa noche coincidió con José Diego Yllanes, médico de 27 años que realizaba su residencia en psiquiatría en la Clínica Universitaria de Navarra, un dato que después pesaría por lo que simboliza: la confianza social depositada en ciertas figuras y el vértigo cuando esa confianza se rompe.
Era el lunes 7 de julio de 2008, día grande de las fiestas. Tras estar con sus amigas, Nagore terminó acompañándolo a su domicilio en Pamplona. Ese trayecto breve, que pudo haber sido una anécdota más de San Fermín, se convirtió en el inicio del momento más oscuro. Según la reconstrucción judicial que se difundió en prensa, en el interior del piso la situación se torció cuando él intentó imponer un acercamiento que ella no quería. A partir de ahí, la noche dejó de ser fiesta: se volvió encierro.
Lo que ocurrió después fue descrito como un episodio de violencia extrema, con un desenlace irreversible. Contarlo con respeto implica no recrearse en detalles, pero sí decir lo esencial: Nagore se resistió, y esa resistencia —el derecho elemental a decir “no”— fue respondida con brutalidad. Esa es una de las claves que convirtieron este caso en símbolo: no fue “un exceso”, no fue “un malentendido”, no fue una fiesta que se salió de control; fue una conducta de dominación que terminó con una vida joven apagándose en silencio, lejos de sus amigas, lejos de su familia, lejos de cualquier posibilidad de pedir auxilio a tiempo.
Al día siguiente, el hilo de la verdad empezó a aparecer por una rendija. El 8 de julio de 2008, la investigación dio un salto cuando se conoció que Yllanes había contactado con un amigo, y ese entorno acabó dando aviso a la policía, lo que facilitó la detención. No es un “giro de guion”: es el tipo de detalle que demuestra cuánto depende la justicia de un acto concreto, de una llamada, de una decisión que alguien toma cuando entiende que callar lo convertiría en cómplice del silencio.
Ese mismo 8 de julio, Navarra vivió otra noticia dura: el Gobierno foral informó de que se había identificado a la víctima del llamado “crimen de Orondritz”, y se comunicó la detención de un joven de 27 años domiciliado en Pamplona, con la causa dirigida desde un juzgado de Aoiz y bajo secreto de sumario en ese momento. Orondritz —un pequeño núcleo del valle de Elorz— quedó ligado para siempre a una familia que jamás habría imaginado que el nombre de un lugar pudiera sonar como una sentencia.
Pamplona reaccionó como reaccionan las ciudades cuando el dolor ocurre en sus calles: primero con incredulidad, luego con rabia, y finalmente con una tristeza que se queda. En San Fermín, donde tanta gente se siente libre, el caso abrió una conversación que ya no se cerró: qué significa la seguridad cuando la fiesta se alarga, qué espacios se vuelven vulnerables para las mujeres, y cuánto pesa todavía la idea de que una tiene que “cuidarse” como si la carga fuera de quien camina y no de quien decide hacer daño.
El juicio llegó en noviembre de 2009 con jurado popular. La sentencia condenó a Yllanes a 12 años y 6 meses de prisión por homicidio con la agravante de abuso de superioridad, una calificación que provocó un impacto enorme: parte de la sociedad esperaba una respuesta penal distinta, pero el veredicto del jurado no alcanzó la mayoría necesaria para considerarlo asesinato. Aquella cifra —doce años y medio— se convirtió en un punto de fricción pública, porque muchas personas sintieron que el sistema no estaba nombrando el peso real de lo ocurrido.
El caso subió de escalón judicial, y el Tribunal Supremo ratificó la condena, confirmando la calificación por homicidio. Años después, documentos y crónicas siguieron recordando que este expediente no solo fue un caso penal: fue una radiografía de cómo las narrativas judiciales pueden chocar con la percepción social cuando se trata de violencia contra las mujeres, especialmente cuando se discute qué se considera probado y cómo se traduce eso en años de prisión.
En el centro de todo quedó Asun Casasola, la madre de Nagore, que se negó a dejar que su hija fuera solo un nombre en una noticia antigua. Su papel público —duro, constante, incómodo para quien prefería pasar página— ayudó a sostener una memoria colectiva que no quería normalizar la violencia ni la resignación. Con el tiempo, esa lucha fue reconocida de manera institucional: en 2024, por ejemplo, el Ministerio de Igualdad la distinguió por su trabajo educativo y de sensibilización junto a otras activistas.
Pamplona también convirtió el recuerdo en acto. En homenajes como el de la plaza del Castillo, asociaciones como Andrea y Lunes Lilas han insistido en una idea sencilla y poderosa: fiestas y relaciones basadas en igualdad y respeto, donde el miedo no sea un “peaje” para disfrutar. Ese tipo de actos no devuelven a nadie, pero sostienen algo importante: la ciudad diciendo en voz alta que no olvida, que no trivializa, que no mira hacia otro lado.
Con los años, el recorrido penitenciario del condenado volvió a encender debates. En 2016, la Audiencia de Navarra denegó su acceso al régimen de semilibertad en una resolución que se hizo pública. Y en 2017, medios navarros informaron de la concesión del tercer grado, que le permitía salir a trabajar y regresar a dormir al centro penitenciario. Para la familia, cada trámite de este tipo no es burocracia: es volver a sentir que el tiempo corre distinto para quien hizo daño y para quien carga la ausencia.
A esa conversación se sumó otra polémica social: informaciones periodísticas indicaron que, durante esa etapa, Yllanes ejercía como psiquiatra en el ámbito privado, lo que generó indignación en parte de la ciudadanía y reabrió preguntas sobre reinserción, responsabilidad y reparación simbólica. No se trata de venganza: se trata de confianza pública y de cómo una sociedad gestiona el retorno de personas condenadas por hechos que marcaron a tantas.
En 2024, el nombre del caso volvió a primera línea por otra vía: la Audiencia Nacional rechazó que el condenado tuviera “derecho al olvido” en buscadores respecto a noticias vinculadas a los hechos, al considerar que prevalecía la libertad de información y expresión dada la relevancia pública del caso. En otras palabras: la historia seguía teniendo interés social porque hablaba de violencia, de justicia y de memoria, y porque había una comunidad que no aceptaba que todo quedara enterrado bajo el paso del tiempo.
Lo que deja Nagore Laffage no es solo un expediente y una condena: deja una advertencia sobre cómo el peligro puede aparecer en espacios “normales”, en un piso cualquiera, tras una conversación cualquiera, cuando alguien decide que el deseo ajeno no importa. Deja también señales que conviene reconocer: insistencia tras una negativa, control que se disfraza de encanto, presión para aislarse del grupo, invasión del cuerpo o del espacio personal, y ese momento en que una mujer siente que su “no” está siendo puesto a prueba. En ese instante, escuchar el instinto no es dramatizar: es protegerse.
Si tú o alguien cercano se siente en peligro inmediato, en España la vía urgente es el 112. Para orientación y apoyo especializado ante violencia contra las mujeres existe el 016 (también WhatsApp 600 000 016 y recursos online oficiales). Y en contextos festivos, busca puntos de información y acompañamiento habilitados por ayuntamientos y colectivos: pedir ayuda en voz alta, acercarse a personal de seguridad o a un establecimiento, y no quedarse sola ante una situación intimidante puede marcar la diferencia.
Nagore tenía 20 años y estaba viva en el lugar más lleno de vida de Pamplona. Recordarla es mirar de frente lo que se llevó esa noche, pero también lo que dejó: una sociedad que empezó a decir con más fuerza que la libertad no se negocia, que el consentimiento no es una zona gris, y que la memoria —cuando se usa para cuidar— también puede ser una forma de justicia.
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