¿Quién mata al “monstruo”? El caso de Fernando Iglesias Espiño, del parricidio de Jinámar a la granja de pollos en Ourense


En 1996, el nombre de Fernando Iglesias Espiño quedó grabado en la memoria de Canarias como el del “parricida de Jinámar”. Aquel taxista gallego, afincado en el barrio teldense de Jinámar, acabó con la vida de su pareja y de sus dos hijos adolescentes dentro de la vivienda familiar, en uno de los episodios más brutales que recuerdan las crónicas de Gran Canaria.

Fernando era de origen pontevedrés y había llegado a las islas buscando trabajo y estabilidad. Trabajaba como taxista, vivía con su esposa, Mari Nieves, y sus dos hijos, Noelia (18) y Fernando (12). De puertas afuera, una familia más en un barrio humilde; de puertas adentro, según reconstruirían después los tribunales, un clima de control, violencia y resentimiento que fue escalando en silencio. Algunos testimonios posteriores hablaron de malos tratos y de un miedo que nadie supo o quiso ver a tiempo.

La noche del crimen, en 1996, fue el punto final de esa espiral. Fernando Iglesias compró una herramienta de obra y, tras una fuerte discusión, atacó primero a su mujer en la cocina. Después se dirigió a su hija mayor, que estaba viendo la televisión, y por último al pequeño, que dormía en su habitación. Los informes judiciales describen una agresión sostenida y extremadamente violenta contra los tres. Él mismo reconocería en el juicio que los había golpeado y rematado en un estado que definió como “ceguera”.



La Audiencia de Las Palmas lo condenó a 54 años de prisión por triple parricidio, aunque el Código Penal vigente entonces limitaba el tiempo efectivo de cumplimiento a 25 años. Cumplía la condena en el centro penitenciario de Pereiro de Aguiar, en Ourense, adonde fue trasladado desde Canarias. Con el tiempo, su caso se convirtió en ejemplo recurrente en debates sobre violencia extrema dentro del hogar y sobre los límites reales de las penas más altas en España.


Pasaron más de dos décadas. En prisión, el “parricida de Jinámar” dejó de beber, se integró en programas de rehabilitación y entró en tercer grado: régimen de semilibertad, con salidas periódicas los fines de semana. En esos años trabó amistad con otros reclusos, entre ellos Óscar González López y Francisco Javier González Hermida. Cuando empezaron a disfrutar de permisos, siguieron viéndose fuera: Iglesias ayudaba en una granja de pollos en Suareixa (Maside) gestionada por Hermida, y hablaba ya en voz alta de sus planes de futuro.

En 2018 llegó un giro inesperado: la muerte de su madre le dejó una herencia de unos 26.000 euros. Parte del dinero quedó en una cuenta bancaria, otra parte la manejaba con ayuda de su hermano de Amoeiro, donde pensaba instalarse cuando quedara libre. Según la Guardia Civil, fue entonces cuando sus “amigos” de permisos empezaron a verlo como algo más que un compañero de fatigas: lo vieron como una oportunidad económica. “Una víctima fácil, desahuciada socialmente, que estaba en prisión y nadie iba a buscar”, resumiría años después uno de los investigadores.

El 11 de agosto de 2018, Fernando salió de permiso de la cárcel de Pereiro de Aguiar. Tenía que regresar el día 13. Nunca volvió. Durante meses, el relato oficial fue el de un fugado peligroso: un aviso de la Policía Nacional y la Guardia Civil pidió “máxima difusión” para localizar al parricida de Jinámar, se lanzó una orden internacional de detención y se le buscó incluso en Portugal, donde las cámaras de cajeros registraron movimientos de su tarjeta.

La verdad, sin embargo, estaba mucho más cerca. Según reconstruirían los tribunales, aquel fin de semana Fernando había ido a la granja avícola de Maside donde trabajaba Hermida. Allí lo esperaban los dos acusados. Los posicionamientos de los teléfonos móviles y otros indicios llevaron a la Guardia Civil a sostener que, nada más llegar a la explotación, fue atacado y que perdió la vida en el acto. Su cuerpo, envuelto en plástico y serrín, fue trasladado después hasta una zona abrupta de Piñor de Cea, donde quedó enterrado en un paraje al que solo se accede a pie, cuesta arriba.


Mientras el país creía estar ante un reo fugado, el plan de sus asesinos —así los define ya una sentencia firme— consistía en hacer precisamente eso: simular una huida. Llevaron el coche de Iglesias, un Citroën C4 de segunda mano, hasta Vigo y lo abandonaron en una parada de autobús, como si se hubiera marchado sin mirar atrás. Usaron repetidamente sus tarjetas bancarias en cajeros de Galicia y Portugal, y hasta movieron su teléfono para dejar un rastro de “falso prófugo” mientras iban vaciando la cuenta heredada hasta dejarla con apenas dos euros.

El 19 de diciembre de 2018, cuatro meses después del supuesto “escape”, la ficción se derrumbó. Tras la detención de Óscar González López, este guio a los agentes hasta el lugar del enterramiento en Piñor de Cea. Allí, en una fosa disimulada entre maleza, aparecieron los restos de Fernando Iglesias Espiño, envueltos en bolsas negras y cinta de embalar vinculada a la empresa que suministraba pienso a la granja de pollos. La pieza que faltaba en el rompecabezas del preso desaparecido encajó de golpe: el parricida había sido víctima de una agresión planificada.

En mayo de 2022, un jurado popular en la Audiencia Provincial de Ourense declaró culpables a Francisco Javier González Hermida y a Óscar González López de acabar con la vida de Fernando Iglesias Espiño para quedarse con el dinero de la herencia, además de una estafa continuada a través de retiradas de efectivo y operaciones electrónicas. La fiscalía subrayó la frialdad del plan, la preparación de la fosa, el uso calculado del móvil de la víctima y la creación de una coartada que convirtió durante meses a un hombre ya desaparecido en un fugitivo imaginario.

Pocos días después, la sentencia fijó las penas: 20 y 21 años de prisión para los dos acusados, más la obligación de devolver los 22.490 euros retirados de la cuenta de Iglesias y de indemnizar con 40.000 euros al hermano del parricida de Jinámar. En la sala, la familia gallega de Fernando escuchaba cómo se narraba el final violento de un hombre que, paradójicamente, había hecho de la violencia su propia marca décadas antes, al destruir a su esposa y a sus hijos en Gran Canaria.


Así, el “caso Fernando Iglesias Espiño” quedó dividido en dos actos igual de oscuros: primero, el hombre que arrasa a su familia en Jinámar y se convierte en uno de los nombres más temidos de la crónica negra española; después, el mismo hombre convertido en objetivo, señalado como “víctima fácil” por otros con los que compartía patio de prisión y permisos de fin de semana, que lo utilizan, lo vacían y lo entierran en silencio en una ladera de Ourense.

Porque más allá del impacto morboso —el asesino asesinado, el parricida a su vez eliminado—, lo que deja este caso es una sensación mucho más incómoda: la de una cadena de daños donde nadie es inocente, pero tampoco nadie merece ser reducido a simple moneda de cambio. ¿Qué dice de una sociedad que un hombre capaz de aniquilar a su familia pueda acabar siendo, a su vez, mercancía para otros delincuentes en busca de efectivo fácil? ¿Y cuántas historias, menos mediáticas que la del parricida de Jinámar, esconden esa misma mezcla de violencia, abandono y codicia que convierte a las personas en piezas desechables dentro de un tablero donde, cuando la humanidad se apaga, solo quedan deudas, herencias… y fosas anónimas?

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