Era la tarde del 21 de septiembre de 2013 en Santiago de Compostela, Galicia. Una llamada anónima a la Guardia Civil alertó del hallazgo del cuerpo de una niña en una pista forestal del municipio de Teo. Tenía apenas 12 años. Su nombre era Asunta Basterra Porto, y con su muerte comenzaba una de las historias criminales más impactantes de la historia reciente de España.
Asunta había sido adoptada en China por la abogada Rosario Porto y el periodista Alfonso Basterra cuando apenas tenía unos meses de vida. Creció en un entorno acomodado, rodeada de oportunidades, y pronto destacó por su inteligencia: tocaba varios instrumentos, hablaba varios idiomas y sus profesores la consideraban una alumna brillante. Desde fuera, todo parecía la imagen de una familia respetable. Pero detrás de esa fachada se escondía un infierno silencioso.
La investigación reveló que durante meses, Asunta había sido drogada con benzodiacepinas suministradas de manera constante. Los análisis toxicológicos mostraron en su cuerpo restos de estos medicamentos en dosis que habrían reducido su capacidad de reacción. El 21 de septiembre, tras una nueva dosis, fue asfixiada. Después, su cuerpo fue trasladado en el coche de Rosario Porto hasta el lugar donde fue hallado.
La escena dejó a España entera en estado de shock. La idea de que una niña pudiera ser asesinada no por un desconocido, sino presuntamente por quienes debían protegerla, resultaba imposible de asimilar. Los agentes, apoyados en cámaras de seguridad, registros de compras de medicamentos y mensajes de texto entre los padres, fueron armando un rompecabezas que apuntaba directamente hacia ellos.
Durante el juicio, celebrado en 2015, se escucharon pruebas que estremecieron a todos. Quedó claro que Asunta había sido víctima de un plan cuidadosamente calculado, en el que Rosario y Alfonso tenían papeles clave. La defensa intentó sembrar dudas sobre la autoría, pero el jurado fue tajante: ambos fueron declarados culpables de asesinato con agravante de parentesco y condenados a 18 años de prisión cada uno.
La cobertura mediática fue inmensa. Periódicos, televisiones y tertulias diseccionaban cada detalle: ¿qué llevó a unos padres a acabar con la vida de su hija? ¿Fue dinero, fue odio, fue un trastorno mental? Las respuestas nunca quedaron del todo claras, y lo que quedó fue la sensación de un crimen incomprensible, marcado por la traición más cruel.
Con el paso de los años, el caso siguió generando titulares. En 2020, Rosario Porto apareció muerta en su celda, en un aparente suicidio, lo que cerró de manera abrupta uno de los capítulos más oscuros del proceso judicial. Alfonso Basterra, por su parte, continúa cumpliendo condena en prisión.
Más allá de los juicios y las portadas, lo que permanece es el recuerdo de una niña que tenía todo un futuro por delante. Asunta era brillante, curiosa, llena de vida, y soñaba con crecer rodeada de oportunidades. Su confianza en sus padres fue lo que la llevó, sin saberlo, hacia su final.
El caso dejó una huella profunda en España y abrió un debate sobre los límites del mal y lo difícil que resulta detectar a un depredador cuando viste la máscara de padre o madre ejemplar. Fue también un recordatorio doloroso de que la violencia más devastadora puede habitar en los lugares más insospechados: dentro del propio hogar.
Porque a veces, lo más aterrador no es el extraño que acecha en la oscuridad…
sino quienes viven bajo tu mismo techo y te miran a los ojos con la mentira perfecta.
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