Domingo 3 de diciembre de 1989, Lorton, Virginia. Las luces navideñas se reflejaban en los ventanales del salón comunitario del complejo Woodside cuando Melissa Brannen, 5 años, pidió volver “un segundo” por unas papas para llevar. Su madre ya tenía el abrigo en la mano. Había casi un centenar de vecinos, música, niños corriendo de cuarto en cuarto. Minutos después, la pequeña ya no estaba: ni en la cocina, ni en el patio, ni en el baño. La búsqueda comenzó de inmediato y, con ella, una pregunta que no ha dejado de golpearse contra las paredes desde entonces: ¿dónde está Melissa? (La escena de las “papas” quedó fijada para siempre en la investigación y en la memoria pública).
Muy pronto un nombre acaparó la atención: Caleb Daniel Hughes, 23 años, el jardinero recién contratado del complejo y uno de los asistentes a la fiesta. Esa noche, según testificó la madre, Hughes dijo que Melissa era “muy bonita” y se ofreció a llevar a la niña y a otros dos pequeños al baño. Cuando la policía lo llamó repetidas veces, él tardó horas en aparecer por casa; llegó pasada la medianoche, se duchó y metió en la lavadora toda la ropa que llevaba… incluso los zapatos. Al fin, cerca de la 1 a. m., devolvió la llamada y regresó para ser interrogado. Más tarde, los fiscales subrayarían otro dato que hiela: Hughes tardó casi tres horas en recorrer los 7,9 millas hasta su vivienda aquella noche. Cuando un investigador lo acusó, respondió: “Pruébelo”.
Si el cuerpo no aparecía, hablarían las migas de evidencia. En el asiento del copiloto del Honda rojo de Hughes, los forenses hallaron un puñado de fibras que no eran cualquier cosa: cincuenta fibras acrílicas azul marino y diez fibras de algodón rojo que coincidían con el conjunto que Melissa llevaba esa noche —un suéter azul de Big Bird y una falda escocesa roja, de una tirada mínima de 2.400 juegos fabricados para J. C. Penney con un tinte específico (plum navy nº 887) y una mezcla rara de 95% acrílico y 5% nailon—; además, un pelo fino castaño claro compatible con el cepillo de Melissa y pelos de un abrigo de piel de conejo poco común que llevaba su madre, transferidos a la niña durante la fiesta. El “firmante”, dijo el fiscal al jurado, estaba “impreso” en ese asiento.
Sin cuerpo y sin una escena de crimen identificada, la fiscalía optó por lo que sí podía probar: el 8 de marzo de 1991, un jurado condenó a Hughes por secuestro con intención de ultraje (abduction with intent to defile) y recomendó 50 años de prisión. La madre de Melissa lo dijo entonces sin retórica: “No es una victoria; sigo sin tener a mi hija”. Como si hiciera falta añadir crueldad al dolor, semanas después de la desaparición dos hombres ajenos al caso intentaron extorsionar a la familia con una falsa demanda de rescate de 75.000 dólares; terminaron acusados y condenados. Tres décadas más tarde, el expediente policial sigue abierto como homicidio no resuelto.
El tiempo no apagó el caso: lo volvió más áspero. En agosto de 2019, tras casi 30 años entre rejas, Hughes obtuvo la libertad condicional y fue alojado en una casa de transición en Virginia, bajo registro de delincuentes sexuales. Pero en septiembre de 2024 lo arrestaron de nuevo por violar condiciones de su supervisión —entre ellas, no tener contacto con menores—, y fue enviado de vuelta a prisión. La imagen del sospechoso envejeció; la ausencia de Melissa, no.
Queda el vacío entre unas risas de fiesta y una puerta que no volvió a abrirse. Queda un banco conmemorativo, una madre que no se muda del interrogante y una comunidad que aprendió a decir el nombre de una niña cuyo rastro se reduce a fibras microscópicas. Si sabes algo —una frase, un recorrido, una memoria torpe de aquella noche—, habla: Fairfax County Major Crimes Bureau (703) 246-7800 (opción 8) o el 1-800-THE-LOST del NCMEC. A veces lo más aterrador no es que la pista se enfríe, sino que el culpable camine sabiendo la respuesta… y el resto del mundo no.
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