Asunta Basterra: la noche en que el hogar se volvió sospecha (cronología, pruebas clave y qué queda en 2025)


La tarde del 21 de septiembre de 2013 en Santiago de Compostela parecía rutinaria. Asunta Basterra, 12 años, había pasado el día entre clases y tareas. A las 22:31, sus padres adoptivos denunciaron su desaparición; de madrugada, un senderista halló el cuerpo de una niña en una pista forestal de Teo. Era Asunta. Galicia se detuvo ante un crimen que, desde el primer minuto, descolocó a todo el país. 

La investigación —bautizada Operación Nenúfar— se centró en la pareja formada por Rosario Porto, abogada y ex cónsul honoraria de Francia, y Alfonso Basterra, periodista. El 24 y 25 de septiembre fueron detenidos. El caso saltó del ámbito local al nacional con una mezcla de pericia policial, presión mediática y una pregunta corrosiva: ¿por qué una niña brillante había sido asfixiada a pocos kilómetros de su casa? 

Las primeras certezas llegaron del laboratorio. Los forenses detectaron lorazepam (Orfidal) en sangre en concentración letal y trazas en cabello compatibles con administración repetida durante meses. La conclusión, expuesta en juicio por peritos del Instituto Nacional de Toxicología: Asunta llegó “gravemente intoxicada” a su último tramo de vida y no pudo defenderse. 



Mientras tanto, la tecnología dibujó la ruta del crimen. Decenas de cámaras captaron el coche de Rosario Porto saliendo del garaje y circulando por Santiago camino de Teo; imágenes y análisis de vigilancia desmintieron su relato de idas y vueltas. En una gasolinera de la rotonda de Galuresa, una cámara registró a Porto con una acompañante cuya silueta y vestimenta coincidían con Asunta. La cronología videográfica fue determinante. 

Otra pieza clave: las cuerdas. Junto al cuerpo aparecieron trozos de cordón plástico naranja; en la casa de Montouto (Teo) se hallaron bobinas del mismo tipo. Los peritos concluyeron coincidencia de propiedades físicas y composición, si bien sin poder afirmar “corte común” por falta de microfibras transferidas. Aun con esa cautela, el indicio reforzó la hipótesis de traslado y preparación de la escena. 

Con laboratorio y cámaras alineados, el caso llegó al jurado. En noviembre de 2015, la Audiencia Provincial de A Coruña condenó a Porto y Basterra a 18 años de cárcel por asesinato con agravante de parentesco, considerando probado que sedaron de forma reiterada a Asunta y la asfixiaron por sofocación el 21 de septiembre. El Tribunal Superior de Xustiza de Galicia, y después el Supremo, confirmaron el fallo.


El móvil quedó como sombra en la sentencia: no se acreditó uno único y concluyente. Para el jurado, la “muerte empezó tres meses antes” con la sedación sostenida; la ausencia de un porqué cerrado no evitó el veredicto ante el conjunto de pruebas directas e indiciarias. Fue una lección de cómo opera la justicia cuando el motivo no está nítido pero la mecánica sí.

El epílogo trajo más dolor. El 18 de noviembre de 2020, Rosario Porto se suicidó en la prisión de Brieva (Ávila), tras intentos previos y bajo seguimiento penitenciario. Alfonso Basterra continúa cumpliendo condena; en 2025 fue trasladado desde Teixeiro (A Coruña) al centro de Topas (Salamanca), un movimiento autorizado por Instituciones Penitenciarias.

Diez años después, el “caso Asunta” sigue interpelando: una investigación que combinó toxicología, telemática y videovigilancia; un juicio con jurado popular; y el desgarro de no saber por qué. La memoria colectiva lo recuerda como advertencia de vulnerabilidades que pueden anidar en lo doméstico tanto como en la calle. 


Contar a Asunta con rigor es también negarle el olvido. No hubo conspiraciones exóticas: hubo una niña sedada y asfixiada, unos padres condenados por un tribunal y una sociedad que aprendió —a golpes— el valor probatorio de una cámara, un análisis de pelo o una cuerda. El horror, a veces, no llega de lejos: se escribe puertas adentro… y por eso duele el doble.

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