Cristina Martín de la Sierra: celos, silencio y una fosa de yeso en Seseña


Era el 30 de marzo de 2010 en Seseña (Toledo). Cristina Martín de la Sierra, 13 años, salió de casa como tantas tardes y no volvió. Lo que parecía una ausencia extraña se convirtió en una búsqueda a contrarreloj que heló al pueblo entero. 

El 3 de abril, agentes de la Guardia Civil hallaron su cuerpo en una fosa de una antigua cantera/fábrica de yeso abandonada en el paraje de La Veguilla, un lugar de difícil acceso a las afueras de Seseña. La esperanza se rompió allí mismo, entre polvo de yeso y jaras.

La autopsia fijó una verdad áspera: hubo golpes en la cabeza y cortes en la muñeca que provocaron una hemorragia fatal; los forenses señalaron que Cristina pudo agonizar dos o tres días antes de morir. No fue un accidente ni un arrebato de segundos: fue una violencia sostenida en el tiempo. 


España se quedó sin aliento: 13 años, una cantera y un cuerpo colocado en silencio. Las horas de carteles, batidas y llamadas se transformaron en duelo y preguntas que todavía hoy no terminan de apagarse.

La investigación miró al entorno adolescente: la autora resultó ser una compañera de 14 años que reconoció los hechos, y otra menor fue encausada por encubrimiento. La Fiscalía documentó el itinerario del crimen y quién hizo qué en aquella trampa de yeso. 

El móvil que emergió en los informes fue tan primario como letal: celos y rivalidad. Una discusión que escaló, un golpe con una piedra, el corte que selló el destino… y una víctima que nunca tuvo oportunidad de defenderse.


El juicio, a puerta cerrada por tratarse de menores, concluyó con la pena máxima prevista por la Ley del Menor: cinco años de internamiento en régimen cerrado y tres de libertad vigilada para la autora; para la encubridora, dos años de internamiento en régimen semiabierto y uno de libertad vigilada, además de indemnizaciones a la familia. 

La sentencia recogió la alevosía y una cronología que duele: Cristina quedó inconsciente y fue abandonada donde la encontrarían días después. La cantera no solo fue escenario; fue un escondite pensado para borrar huellas y ganar tiempo. 

El caso obligó a mirar de frente un ángulo incómodo: la violencia también nace en entornos que idealizamos como “inocentes”. Señales mínimas —celos, aislamiento, amenazas veladas— pueden ser el principio de una espiral que, si nadie corta, termina en tragedia. Y sí: la Ley del Menor impone límites penales que no siempre consuelan. 


Quedan las preguntas que arden: ¿quién vio algo y no supo nombrarlo?, ¿cuántas veces confundimos control con amistad antes de que sea tarde? Porque lo más aterrador no siempre llega de un desconocido en la noche: a veces camina a tu lado, sonríe en clase y solo necesita un descuido para convertir una tarde cualquiera en pesadilla.

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