Eva Blanco: 19 puñaladas, una gota de ADN y 18 años de espera

Era la noche del 19 de abril de 1997 en Algete (Madrid). Eva Blanco Puig, 16 años, se despidió de sus amigas y tomó el atajo de siempre por Valderrey rumbo a casa. No llegó. La ausencia encendió la alarma familiar en minutos y, cuando amaneció, España entera ya repetía su nombre. 

El 20 de abril su cuerpo apareció junto a una carretera en obras entre Cobeña y Belvís de Jarama, a unos seis kilómetros del pueblo. Llovía esa noche y la lluvia se llevó huellas y marcas; apenas quedaron algunos pasos y preguntas. Algete, una localidad sin crímenes recientes, quedó enmudecida. 

La autopsia fue demoledora: 19 puñaladas —nuca, cuello, espalda— y muerte por desangrado; la primera herida, profunda, probablemente dentro de un coche. En el cuerpo se detectó semen: habría contacto sexual antes del apuñalamiento. La Guardia Civil guardó ese ADN como si fuera un mensaje al futuro. 


La investigación —Operación Pandilla— siguió durante años, con centenares de entrevistas, retratos robot y pistas que se evaporaban. En 2013, el reloj jurídico apretaba: quedaban cuatro años para que el crimen prescribiera si no había autor identificado. 

Entonces habló la ciencia: una nueva lectura del perfil genético concluyó que el agresor tenía origen magrebí. Se impulsó una recogida voluntaria de ADN entre varones de ese origen que residieron en Algete en 1997. La respuesta fue masiva y cambió el rumbo del caso. 

El hallazgo clave llegó con una coincidencia familiar: el ADN de un hombre que había vivido en el barrio de Eva coincidía a nivel de hermano con el del agresor. Tirando de ese hilo, la Guardia Civil señaló a Ahmed Chelh Gerj, que también residió en la zona en 1997. Se cursó orden europea de detención. 


El 1 de octubre de 2015, una operación conjunta con la Gendarmería francesa detuvo a Chelh en el este de Francia (área de Besançon/Pierrefontaine-les-Varans). Dieciocho años después del crimen, el nombre por fin tenía rostro y esposas. 

Pero el proceso nunca llegó a juicio. El 29 de enero de 2016, Ahmed se suicidó en su celda en Madrid; el 15 de febrero la jueza archivó la causa al extinguirse su responsabilidad penal por muerte. A la familia de Eva le quedó una verdad a medias, sin sentencia. 

En 2020, el Tribunal Supremo ordenó indemnizar a la familia del detenido por fallos en su protección penitenciaria tras retirarle el protocolo antisuicidios. Administrativamente hubo reparación; judicialmente, ningún veredicto sobre los hechos. El caso se dio por cerrado sin juicio. 


Quedó, intacto, el eco de las preguntas: ¿por qué la mató? ¿Cuánto tiempo habría tardado la justicia sin la genética forense? ¿Cuántos crímenes esperan aún a que la ciencia encienda la luz? Porque lo más aterrador no es solo la brutalidad de una noche: es que el tiempo pueda ser el mejor cómplice de un asesino—hasta que una gota de ADN rompe, por fin, el silencio.

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