El 2 de diciembre su cuerpo apareció desnudo en el patio interior de una finca de Sabadell. Tenía quemaduras en distintas zonas y había sido arrojada al vacío desde la azotea. Aquella escena —sin huellas claras, sin testigo decisivo— marcó a una ciudad y abriría uno de los laberintos criminales más largos de Cataluña.
La autopsia fue tajante: Helena estaba drogada con benzodiazepinas cuando cayó; seguía con vida al ser precipitada. Los análisis detectaron lormetazepam, alprazolam y midazolam, una combinación que sedaba, borraba memoria y anulaba la voluntad. No había señales de consumo recreativo: fue administración criminal.
La clave estaba escrita días antes en su propio felpudo. El 17 de septiembre alguien le dejó una horchata y pastelitos con una nota anónima. El 9 de octubre llegó un zumo de melocotón con otra nota: “tómate con humor la anécdota, pronto se revelará el misterio”. Un laboratorio de Sabadell halló benzodiazepina en el zumo. No eran regalos: eran ensayos de sumisión.
La investigación miró al entorno de la Unió Excursionista de Sabadell (UES). El 12 de febrero de 2002 fue detenida Montserrat Careta, que vivía precisamente en Calvet d’Estrella, 48. En su piso aparecieron frascos de Noctamid (benzodiazepina) y cerillas como las halladas en la azotea. También fueron investigados Santiago (Santi) Laiglesia y Ana Echaguibel, vinculados al mismo entorno.
Careta proclamó su inocencia por carta. En mayo de 2002 apareció muerta en prisión (Wad-Ras), en un suicidio que dejó más dudas que certezas. Ni su complexión ni la logística encajaban con la hipótesis de que actuara sola: subir un cuerpo sedado hasta la azotea de un edificio sin ascensor exigía más de una mano. El caso comenzó a resquebrajarse.
En 2005 la causa se archivó para los principales sospechosos por falta de pruebas. Años después, la insistencia de la familia y nuevas miradas —reportajes, el doble episodio de Crims (TV3)— lograron reabrir el expediente (2020/2021). Se revisaron líneas desatendidas y correos que dialogaban con los anónimos. Justicia lenta, pero en marcha.
El gran giro llegó con la ciencia forense: en noviembre de 2024 la Policía Científica concluyó que era 24 veces más probable que el ADN hallado en el jersey de Helena perteneciera a Santi Laiglesia. En septiembre de 2025, Fiscalía pidió citarlo de nuevo como investigado y la jueza fijó fecha para su declaración. La huella genética que faltaba, por fin, hablaba.
No fue el único movimiento: los nuevos análisis detectaron otro perfil femenino en la prenda, distinto al de la víctima y al de Careta. La jueza reabrió la causa contra Ana Echaguibel y solicitó su ADN para cotejarlo con esa traza. A veinticuatro años del crimen, la instrucción —otra vez— se abría de par en par.
Así, el caso Helena Jubany avanza entre certezas amargas (drogada, quemada, arrojada) y nombres que vuelven al centro por biología y no por conjeturas. Quedan por explicar los anónimos, la escena y la autoría material exacta. Pero el hilo de la justicia ya no es tan frágil como lo fue en 2001.
Y persisten las preguntas que muerden: ¿quién escribió las notas y preparó las bebidas? ¿Quién subió a Helena a la azotea? ¿Actuaron en grupo? ¿Por qué ella? Porque lo más aterrador no es solo la violencia que mata, sino la impunidad que camina a nuestro lado. Si el ADN ha roto al fin el silencio, que sea para que Helena deje de ser un misterio y vuelva a ser lo que siempre fue: una vida.
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