Era el 22 de febrero de 2003 en Ciudad Lineal (Madrid). Tras una discusión con su pareja, Juana Canal Martín, 38 años, salió de casa y se esfumó. Su familia denunció de inmediato, hubo carteles y batidas… y, pese a todo, nada. El caso se enfrió hasta convertirse en otra desaparición sin cuerpo ni respuestas.
En 2003 el procedimiento se archivó: sin cadáver no había delito definido y la investigación no pudo descartar una marcha voluntaria. Con el paso de los años, Juana quedó en la lista muda de personas desaparecidas; su entorno repitió su nombre mientras los expedientes dormían.
El giro llegó en septiembre de 2019: unos senderistas hallaron un cráneo y un fémur en un paraje rural entre Navarredondilla y Navalacruz (Ávila). El ADN confirmó que eran de Juana. La paradoja dolió: la confirmación policial llegó a los pocos meses, pero la familia no fue informada hasta 2022, entre fallos de comunicación y la pandemia.
Con la identificación, la investigación se reactivó y apuntó al entorno más próximo. En octubre de 2022 fue detenido su entonces pareja, Jesús Pradales. Primero habló de “hallarla muerta”; después confesó que la mató, descuartizó y enterró el cuerpo “en dos hoyos” cerca de una finca familiar de Navalacruz, donde agentes localizaron más restos óseos.
El relato de aquel 2003 tenía otra pieza clave: la nota que recibió el hijo de Juana, escrita por Pradales, diciendo que se había marchado tras discutir y “tomar pastillas”. Con el tiempo, se supo que él fue detenido por malos tratos en dos ocasiones después de la desaparición. El patrón de control y violencia encajaba demasiado.
Septiembre de 2024: comenzó el juicio con jurado. En sala, Pradales alegó que fue una caída accidental durante una pelea y que no llamó a la policía porque “no encontraba su móvil”; dijo haber troceado el cuerpo por pánico. La Fiscalía pidió 15 años por homicidio: su versión no casaba con los indicios ni con su propia confesión previa.
El veredicto llegó en otoño: culpable de homicidio (no asesinato). En marzo de 2025, el TSJ de Madrid confirmó la pena: 14 años de prisión y compensaciones de 118.000 € al hijo de Juana y 22.000 € a cada hermano. Dos décadas después, por fin hubo condena… y un vacío que ninguna cifra puede llenar.
Este caso dejó al descubierto fallos sistémicos: un archivo temprano sin protocolos sólidos, años sin cruzar pistas hasta que un senderista tropezó con unos huesos, y tres años de silencio entre la identificación genética y la comunicación a la familia. La justicia llegó, sí; la tardanza también juzga.
Para los suyos, Juana nunca fue un expediente: fue una madre, una hermana, una hija. Su historia empujó a mantener viva la búsqueda de desaparecidos y a exigir que cada hallazgo —por pequeño que sea— se convierta en acción inmediata, no en papel olvidado en un archivo.
Quedan preguntas que queman: ¿por qué tardamos 21 años en sacar la verdad de la tierra?, ¿cuántas personas más esperan bajo el polvo de una mala instrucción o de una llamada que nadie hizo? Porque lo más aterrador no es solo la muerte: es la desaparición que convierte la vida en espera, hasta que un hueso, por fin, obliga a mirar donde nunca se buscó a tiempo.
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