Leticia Rosino: el paseo que terminó en crimen y cambió el debate sobre la Ley del Menor


 Fue la tarde del 3 de mayo de 2018 en Castrogonzalo (Zamora). Leticia Rosino Andrés salió a caminar como hacía tantas veces. Horas después, su novio y el pueblo entero empezaban una búsqueda a contrarreloj que acabaría en tragedia: el cuerpo de Leticia apareció de madrugada en un terraplén cercano al río Esla, con signos de una agresión brutal. 

La investigación de la Guardia Civil se movió con rapidez. Pronto se centró en un menor de 16 años del propio municipio, que incluso había participado en las primeras batidas vecinales. A las pocas horas, sus contradicciones lo colocaron en el foco: pasó de señalar a su padre a confesar su implicación ante el juzgado.

En el juicio, celebrado en Zamora a finales de noviembre de 2018, el menor admitió que agredió sexualmente y asesinó a Leticia. Los forenses descartaron cualquier alteración de sus facultades mentales. La Fiscalía y la acusación pidieron la pena máxima contemplada en la Ley del Menor. 



La sentencia llegó el 13 de diciembre de 2018: ocho años de internamiento en régimen cerrado y cinco años de libertad vigilada, la sanción más alta posible para un menor en España. El fallo detalló un ataque sorpresivo, golpes con piedras y un intento de estrangulamiento, además de la agresión sexual. El país contuvo la respiración; Zamora, se rompió. Leticia, una joven con futuro y una vida asentada, había sido asesinada en pleno día, a pocos minutos de su casa. El caso encendió las plazas y las redes, con concentraciones que pedían justicia y un debate que no ha dejado de crecer desde entonces. 

También se abrió un frente social y político: ¿es suficiente la respuesta penal cuando el autor es menor y el crimen, atroz? La propia familia de Leticia impulsó una fundación con su nombre y reclamó cambios legislativos para endurecer las penas en casos así. “El asesino de mi hija sale en cuatro años y Leticia está metida en un nicho”, lamentó su madre en 2021. 

No fueron solo consignas; hubo datos, fechas y un procedimiento claro: el ingreso inmediato en un centro de menores, la celebración del juicio a puerta cerrada para proteger su identidad y, tras la condena, la previsión de cumplir la libertad vigilada con asistencia educativa y órdenes de alejamiento de Tábara y Castrogonzalo. 



El caso dejó escenas difíciles de olvidar: el menor, corpulento, en la batida de vecinos aquella primera noche; los cordones policiales conteniendo la indignación en la puerta del juzgado; la confirmación de unos hechos probados que dibujaban un ataque decidido a convertir a Leticia en presa. Lo humano y lo jurídico se miraron de frente. 

Desde entonces, el nombre de Leticia Rosino se pronuncia como símbolo. Su familia, y con ellos miles de personas, insisten en que no se puede medir con la misma vara un hurto que un asesinato con agresión sexual y ensañamiento, por mucho que el autor sea menor. El caso se cita ya en informes y debates sobre la reforma de la Ley del Menor. 


Quedan preguntas que son dardos: ¿qué señales pasaron inadvertidas? ¿Puede el sistema prevenir la escalada de violencia cuando hay antecedentes de conductas antisociales? ¿Tiene sentido mantener topes penales que la sociedad percibe como insuficientes ante crímenes así? Lo cierto es que, desde aquel 3 de mayo, Castrogonzalo ya no vuelve de paseo igual. Y España, tampoco.

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