Era la noche del 27 de noviembre de 1996 en Madrid. Beatriz Agredano Lozano, 21 años, volvía a casa tras un día de clases y rutina. Tomó un Cercanías y bajó en Vicálvaro. No llegó a su portal: en ese trayecto cotidiano se cruzó con sus asesinos.
A la mañana siguiente, su cuerpo apareció semidesnudo en el Cerro de Almodóvar, un descampado próximo a Santa Eugenia. La autopsia apuntó a agresión sexual y a un golpe brutal en la cabeza con una piedra. Fue una ejecución para silenciarla, no un robo. Madrid amaneció con un nombre que ya no olvidaría.
El miedo se expandió como un eco: una joven estudiante, arrancada de la vida en la periferia, entre vías y solares. El escenario —estación, andén, un coche que se detiene— condensaba el terror de tantas mujeres que vuelven solas. La ciudad se preguntó si aquel crimen había sido un ataque al azar… o si alguien lo había planificado.
La investigación fue un rompecabezas de cuatro años. Entrevistas a decenas de personas, pistas que se desvanecían y, al fin, una llamada que encajó piezas: en junio de 2000, la policía detuvo a Ángel Antonio Belinchón Castro, alias “El Torero”, y a Antonio Sánchez López, “Juanito”. Los situaban abordando a Beatriz al salir del tren, forzándola a subir a un coche y llevándola a un descampado.
En sala quedaría una frase heladora: “planearon matar a la primera que se bajara del tren”. El móvil fue sexual; la mataron para evitar que los identificara. El azar solo eligió a la víctima; lo demás iba escrito.
El jurado popular los declaró culpables en octubre de 2002. Aun así, el veredicto no cerró todas las sombras: se dejó constancia de la posible participación de otras personas y, años más tarde, se supo que restos bajo las uñas de Beatriz no pertenecían a los dos condenados. La verdad judicial señalaba a dos, pero el caso nunca dejó de sugerir más manos.
La sentencia llegó días después: 31 años y 6 meses de prisión para “El Torero” y 31 años y 6 meses también para “Juanito” por secuestro, agresión sexual y asesinato. En 2003, el TSJM confirmó la condena; en 2004, el Tribunal Supremo la ratificó. Justicia tardía, pero firme.
Nada de eso devuelve una vida. Beatriz no era un titular: era hija, amiga, estudiante con ilusiones. Su nombre quedó en la memoria de Vicálvaro, de Santa Eugenia y de todo Madrid, como el recordatorio de que un instante cotidiano —salir del tren y andar unos metros— puede quebrarse de forma irreversible.
El expediente dejó lecciones forenses y dudas persistentes. Años después, se cotejaron perfiles y se descartó por ADN a otro sospechoso mediático; la investigación exhaustiva confirmó lo esencial y despejó mitos, pero no borró la inquietud de si hubo alguien más aquella noche en el cerro.
Y quedan las preguntas que punzan el tiempo: ¿estaba Madrid preparado para proteger a sus jóvenes en 1996? ¿Habría cambiado algo si los agresores hubieran estado bajo control judicial antes? ¿Cuántas Beatrices quedaron en el silencio de los noventa? Porque lo más aterrador no es solo la maldad de dos asesinos… sino la fragilidad de un trayecto cotidiano que, en segundos, puede convertirse en tragedia.
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