Marta Obregón: la noche fría de Burgos y una herida que aún late


 Era la noche del 21 de enero de 1992 en Burgos. Marta Obregón Rodríguez, 22 años, regresaba a casa tras un encuentro juvenil y un rato de oración. Tenía prisa, hacía frío y el portal estaba a unos pasos. No llegó. A su paso se cruzó un depredador que la raptó y la condujo fuera de la ciudad. Horas después, en la madrugada del 22, Marta estaba muerta. 

Cinco-seis días más tarde, su cuerpo apareció a las afueras de Burgos, cubierto por la nieve. El informe forense describió una resistencia feroz y 14 puñaladas, una de ellas al corazón. No fue un robo, ni un accidente: fue un ataque sexual abortado por la propia víctima a costa de su vida. 

La investigación desembocó en un nombre: Pedro Luis Gallego Fernández, conocido como “el violador del ascensor”, un depredador con una larga trayectoria de agresiones. La policía y los tribunales enlazaron su rastro con el secuestro y asesinato de Marta. Meses después volvería a matar en Valladolid a Leticia Lebrato (17).



Los juicios de los 90 cerraron la primera mitad de esta historia: Gallego fue condenado a 273 años de prisión por los asesinatos de Marta Obregón y Leticia Lebrato, además de dieciocho agresiones sexuales. Entró en la nómina oscura de los agresores seriales más peligrosos del país. 

Pero la pesadilla tuvo un segundo acto. En 2013, tras el fin de la doctrina Parot, la Audiencia de Burgos acordó su excarcelación. Salió a la calle décadas antes de lo previsto. Aquella decisión encendió sirenas en toda España: ¿y si volvía a atacar?

La alerta no era gratuita. En 2017 fue detenido por nuevas agresiones sexuales cometidas en Madrid y Segovia; en 2019 se declaró culpable, y en 2020 el Tribunal Supremo confirmó 96 años de prisión por esos hechos, cerrando de facto la puerta a permisos durante décadas. 


Mientras la justicia penal seguía su curso, en Burgos sucedía algo inesperado: la memoria de Marta comenzó a crecer fuera de los juzgados. En 2011 se abrió su proceso de beatificación y, con los años, Roma ha ido recibiendo la causa por martirio en defensa de la castidad. En 2023 hubo nuevos pasos en la fase romana; hoy es Sierva de Dios.

Más allá de la fe, el expediente de Marta es también un espejo incómodo del sistema: una joven que se resistió y murió por ello; un agresor condenado que volvió a salir y reincidió; una sociedad que debatió, con retraso, cómo gestionar el riesgo de los delincuentes sexuales más peligrosos. 

Treinta y tantos años después, “el caso Marta Obregón” late en tres planos: crónica negra (la caza, el rapto, el asesinato), memoria civil (la indignación por la excarcelación y las reformas penales) y memoria espiritual (la causa hacia los altares). En los tres, el hilo es el mismo: una estudiante que dijo no y pagó el precio más alto. 


Y quedan las preguntas que no se apagan: ¿Pudo el sistema evitar que ese depredador volviera a salir? ¿Cuántas señales ignoramos cuando el peligro tiene historial? ¿Cuánta prevención real existe para que ninguna otra Marta repita su destino? Porque lo más aterrador no es solo la violencia de una noche helada… sino comprobar que la impunidad puede tener segundas oportunidades

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