Dormían bajo el templete del Parc de la Ciutadella cuando la noche se volvió cuchillo. Era la madrugada del 6 de octubre de 1991: Sonia Rescalvo Zafra, 45 años, mujer trans, y su amiga Doris habían hecho de aquella glorieta un refugio contra una ciudad que a menudo les cerraba puertas. Allí las encontró el odio.
Un grupo de seis jóvenes neonazis irrumpió con botas y consignas de violencia. No buscaban dinero ni objetos: buscaban víctimas. Las golpearon con saña, a patadas y puñetazos, ensañándose con Sonia mientras Doris quedaba malherida. Antes de huir, atacaron a una tercera persona sin hogar, que perdería la visión por las lesiones.
Cuando llegó la policía, Sonia había muerto. La ciudad amaneció con un nombre y un lugar que ya no serían los mismos. Su asesinato quedó fijado como el primer crimen de odio transfóbico conocido en España, bisagra histórica de una violencia que hasta entonces no tenía nombre público.
La investigación identificó y llevó a juicio a los seis skinheads. En 1994, la Audiencia Provincial de Barcelona dictó condenas de entre 9 y 26 años de prisión, en una resolución que describía a los acusados como simpatizantes de grupos “skin-heads” y de ideología violenta. Fue una sentencia pionera para un crimen que, aunque aún no existía en el Código como “delito de odio”, ya se entendía por lo que era.
El fallo dejó negro sobre blanco el contexto: hostilidad explícita hacia personas sin hogar, indigentes y prostitutas, y una agresión perpetrada por “cabezas rapadas” con motivación ideológica. La letra judicial registró lo que la calle sabía: no fue un “suceso”, fue odio organizado.
El impacto social fue inmediato. La muerte de Sonia abrió un debate sobre la violencia contra las personas trans y la impunidad de los grupos ultras en los 90. Entidades y vecinos ocuparon la glorieta con memoria, y el Ayuntamiento recogió aquel clamor que exigía nombrar la transfobia y combatirla.
En 2013, Barcelona renombró la antigua Glorieta de los Músicos como Glorieta de la Transsexual Sònia, un gesto de reparación en el mismo lugar donde la mataron. Desde entonces, el templete es punto de encuentro de memoria y visibilidad del colectivo LGTBI.
Cada 6 de octubre se celebra un acto de homenaje en la glorieta: flores, música, nombres y promesas de no olvidar. Allí, la ciudad vuelve a decir en voz alta que Sonia no fue un número ni un caso, sino una vida arrebatada por la violencia fascista y transfóbica.
El caso también recuerda los límites de su tiempo: en 1991 no existía la figura penal de los delitos de odio, y aun así la presión cívica y las condenas marcaron un precedente que alimentó la evolución legal posterior. La memoria de Sonia es parte de la historia que empujó a España a reconocer y perseguir el odio.
Quedan, sin embargo, preguntas que no prescriben: ¿hemos avanzado lo suficiente en la protección de las personas trans? ¿Podría repetirse hoy una agresión así, a plena calle, con la misma impunidad? ¿Qué hacemos —más allá de los homenajes— para que nadie muera por ser quien es? Porque lo más aterrador no es la oscuridad: son los monstruos que caminan a plena luz del día, con el odio en las manos y la indiferencia como coartada.
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