Era la madrugada del 3 de julio de 2021 en A Coruña. A metros de Riazor, Samuel Luiz, 24 años, hablaba por videollamada cuando alguien creyó que los estaba grabando. Bastó un reproche mal entendido, una chispa mínima, para que la rutina de verano se fracturara. Minutos después, el nombre de Samuel ya no era solo el de un joven alegre: era un eco que iba a recorrer todo un país.
Lo que siguió fue una persecución y una paliza en grupo que lo dejó tendido en el paseo marítimo. Hubo gritos, carreras, intentos de frenarlo… y, aun así, la violencia arrasó con todo. Samuel fue trasladado al hospital; allí confirmaron el final que nadie quería escuchar. La calle quedó marcada con un silencio espeso, imposible de barrer.
La ciudad despertó con marchas, pancartas y una consigna que se multiplicó: “Justicia para Samuel”. Para muchos, el odio estuvo presente desde la primera frase; otros miraron el caso como la deshumanización más cruda: un grupo que, protegido por la noche y la fuerza del número, decide que una vida vale menos que su rabia. El país entero miró hacia A Coruña.
La investigación fue cerrojo y reloj. Se identificó a los mayores implicados y a dos menores (estos últimos ya condenados en justicia juvenil). En octubre de 2024 comenzó el juicio con jurado popular: se habló de alevosía, de insultos, de rutas, de cámaras y de minutos que hoy pesan como toneladas.
El 8 de enero de 2025 llegó el golpe judicial. La Audiencia de A Coruña impuso 24 años a Diego M.M. (con agravante de discriminación por orientación sexual), 20 años a Alejandro F.G., 20 años y medio a Kaio A.S.C., y 10 años a Alejandro M.R. como cómplice. La mujer encausada fue absuelta. En total, 74 años y medio de prisión y una verdad escrita en sentencia: el ataque fue feroz y cobarde.
Aquella resolución fijó también indemnizaciones a la familia y recordó que dos menores ya habían recibido 3 años y medio de internamiento. La Fiscalía, satisfecha con el núcleo del fallo, no recurrió entonces; los defensas anunciaron batalla. En los papeles quedaba una cronología fría; en la memoria, la imagen de un chico que cuidaba a otros en una residencia.
El mapa judicial no terminó ahí. El 23 de mayo de 2025, el Tribunal Superior de Xustiza de Galicia absolvió al condenado como cómplice y confirmó las penas de los otros tres. En julio, la Fiscalía del Supremo recurrió esa absolución ante el Alto Tribunal: la última palabra aún no está dicha. La justicia continúa moviéndose, lenta pero viva.
En el juicio, uno de los agresores pidió perdón y admitió que “todo empezó” por él. Palabras tardías para una familia que solo puede abrazar recuerdos. La raíz del horror fue mínima: una videollamada, una confusión, el contagio de la violencia. A veces, no hace falta más para que una multitud se convierta en jauría.
Hoy, Samuel sigue presente en vigilias y aniversarios. Su historia recuerda que una calle iluminada no garantiza nada si falla lo esencial: humanidad. A los minutos sin auxilio los llenaron después miles de pasos y flores, pero ninguna marcha devuelve un abrazo. Por eso su nombre ya no es solo un caso: es una advertencia.
¿Fue odio explícito o una brutalidad que necesitó muy poco para salir a la superficie? ¿Qué tendría que cambiar —en noches de ocio, en educación, en intervención temprana— para que un malentendido jamás vuelva a convertirse en sentencia? Porque lo más aterrador no es la sombra: es el instante en que muchos miran… y nadie detiene a tiempo.
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