Fue el 7 de noviembre de 2019 cuando Marta Calvo (25) salió de Estivella rumbo a Manuel, Valencia. Antes de entrar en aquella vivienda, dejó a su madre un pin en WhatsApp: una dirección, un último hilo. Horas después, ese mensaje sería el punto cero de una búsqueda nacional.
Al no contestar, su madre condujo hasta la casa de la ubicación y habló con el hombre de la cita, Jorge Ignacio Palma. Él lo negó todo y, al poco, desapareció. Desde ese instante, la Guardia Civil levantó una investigación que convertiría esa puerta anónima en escena clave.
La pista apuntó a un patrón: contactos por internet, encuentros pactados y “fiestas blancas” con cocaína. Bajo esa fachada, los agentes empezaron a reconstruir un modus operandi que iba mucho más allá de una desaparición.
Acorralado, Palma declaró que Marta había perdido la vida durante el encuentro y que, después, desmembró el cuerpo y lo arrojó a contenedores. La búsqueda en el vertedero de Dos Aguas movió miles de toneladas de residuos sin hallar rastro: un golpe devastador para la familia.
El caso destapó que no era un hecho aislado: el acusado estaba vinculado a los finales trágicos de Arliene Ramos y Lady Marcela Vargas, y a seis intentos más con el mismo patrón: administrar grandes dosis de cocaína sin consentimiento en encuentros concertados.
En julio de 2022, un jurado popular lo declaró culpable. La Audiencia de Valencia lo sentenció a 159 años y 11 meses por las muertes de Marta, Arliene y Lady Marcela, además de intentos de homicidio y otros delitos. La calle ya lo había bautizado: un depredador que cazaba desde la pantalla.
Hubo todavía un giro judicial. En septiembre de 2024, el Tribunal Supremo elevó la condena e impuso prisión permanente revisable por el caso Marta, al considerar que concurría el supuesto de “asesino en serie” y aumentando la indemnización a los padres a 140.000 €.
Para la familia, la herida principal sigue abierta: Marta no ha sido recuperada. Tras meses de batidas y cribas en vertederos, su ausencia física dejó un duelo sin lugar donde llorar, y un país que aprendió —tarde— que un móvil puede ser salvavidas y epitafio a la vez.
La lección incomoda a cualquiera: en la era digital, la “cita rápida” exige protocolos personales —compartir ubicación, pactar palabra clave, informar a alguien— y una idea irrenunciable: sin consentimiento informado y sin seguridad, no hay encuentro; hay riesgo que otros ya han pagado. (016, 112, y recursos locales de atención).
Hoy, el nombre de Marta Calvo vive entre titulares y vigilias, como advertencia de que el horror puede empezar con un mensaje y un timbre. ¿Cómo pasó inadvertido un patrón que dejó varias víctimas a su paso? ¿Y cuántas señales ignoramos —en pantallas y en calles— antes de que el silencio vuelva a devorarlo todo?
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