En la previa del partido, a pocos cientos de metros del estadio y cerca de la Puerta 17, aficionados realistas se cruzaron con miembros del Frente Atlético, grupo con estética y discurso neonazi conocido por incidentes previos. En ese contexto de hostigamiento, un joven madrileño, Ricardo Guerra, se abalanzó sobre Aitor y le clavó una navaja en el tórax, perforándole el corazón. Los intentos de reanimación fueron inútiles: el desplazamiento urgente a un centro hospitalario no pudo salvarle la vida. Tenía 28 años.
La agresión no fue un arrebato aislado, sino la consecuencia de un clima de odio alentado por subculturas violentas que merodeaban los estadios españoles en los noventa. La investigación policial recogió testimonios sobre insultos, cánticos y acosos previos a la puñalada, que sitúan el ataque en un escenario de hostilidad organizada y no de simple riña entre hinchas.
La detención no tardó. Identificado por testigos y por su entorno ultra, Ricardo Guerra fue procesado y llevado a juicio dos años después. La calificación penal fue clara: homicidio. La Audiencia Provincial de Madrid lo condenó en 2000 a 17 años de prisión, una pena que, aun sin el agravante de ideología en la sentencia, quedó marcada socialmente por el trasfondo neonazi del agresor y su pertenencia al Frente Atlético.
La resolución judicial subrayó la acción individual de Guerra y no consiguió implicar al resto del grupo que lo acompañaba. Esa limitación jurídica —centrada en la autoría material y la prueba directa— dejó fuera la responsabilidad penal de otros partícipes que rodearon y hostigaron a Aitor instantes antes del apuñalamiento. La percepción pública, sin embargo, encuadró el crimen como expresión de violencia colectiva con un claro sesgo ideológico.
Con el paso de los años, la memoria de Aitor se consolidó como símbolo contra los ultras. Real Sociedad y colectivos de aficionados lo recuerdan cada 8 de diciembre; en Donostia y en otros estadios se guardan minutos de silencio, se despliegan pancartas con el lema “Aitor beti gogoan” y se organizan actos pedagógicos sobre convivencia en el deporte. Es una forma de duelo, pero también una toma de posición: el fútbol es de la gente, no de quienes lo usan para propagar odio.
El caso detonó debates sobre protocolos de seguridad en accesos, coordinación policial y prevención de violencia en entornos urbanos antes y después de los partidos. Informes y crónicas de la época describieron “zonas calientes” alrededor del Calderón donde operaban grupos con simbología nazi, lo que impulsó, años después, medidas más estrictas de control y prohibiciones de entrada para integrantes identificados por apología del odio y reincidencia violenta.
La prisión de Guerra no cerró la herida. Cumplida parte de la condena y con beneficios penitenciarios concedidos en la década siguiente, persistió para la familia de Aitor y para el aficionado común la sensación de una justicia incompleta: el autor material condenado, sí; el entramado ultra, apenas rozado. Aun así, la sentencia sentó un precedente de proporcionalidad punitiva frente a homicidios en contexto de violencia futbolera.
Cada aniversario vuelve la misma imagen: una bufanda blanquiazul, una fecha inamovible y una pregunta que no envejece —¿qué hace falta para erradicar definitivamente la violencia ultra de los estadios y sus alrededores?—. La respuesta no es solo policial o judicial: exige políticas sostenidas de prevención, sanciones deportivas, educación en valores y tolerancia cero ante la apología del odio.
Aitor Zabaleta fue al fútbol con amigos y no volvió. Lo que ocurrió aquella noche de 1998 no pertenece al pasado: es una advertencia vigente. Porque el ruido de un estadio no debería tapar la voz de una familia; y porque el fútbol, cuando es fútbol, nunca necesita cuchillos.
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