Albert Cavallé, “el estafador del amor”: seducción, máscaras y una década de engaños en Barcelona

Decía ser abogado, cirujano, inversor, heredero. Entraba por Tinder o Badoo con perfil de cuento y promesas de lujo; salía con dinero prestado “por un imprevisto” y un número bloqueado. Durante años, Albert Cavallé Ortín convirtió las aplicaciones de citas en su escenario: identidades múltiples, relatos milimetrados y una cadena de víctimas que, cuando hilaban la historia, ya habían perdido ahorros, confianza… y voz. 

Su método fue siempre el mismo: contacto amable, cortejo intenso, despliegue de solvencia ficticia y la urgencia que lo precipitaba todo—una cuenta bloqueada, una inversión irresistible, un viaje impostergable—hasta que llegaban las transferencias. Decenas de mujeres lo denunciaron por estafa y apropiación indebida; otras, por hurtos en plena intimidad. Entre los alias: “Mike”, “Joan”, “Kyle”. La seducción era el anzuelo; el dinero, el botín. 

La justicia le siguió el rastro a golpes de sumarios, idas y vueltas y un rosario de causas: hubo absoluciones por falta de prueba de “engaño bastante”, pero también condenas crecientes. En 2021, la Audiencia de Barcelona lo sentenció a tres años y medio de cárcel por estafa continuada: 53.000 euros a una pareja con la que apenas convivió seis meses. Era la primera pieza de un dominó que caería después. 


El gran punto de inflexión llegó en febrero de 2023: en la Audiencia de Barcelona, Cavallé aceptó un acuerdo de conformidad—dos años y tres meses de prisión por timar a seis mujeres un total de 68.500 euros—más la obligación de devolver las cantidades. Para la acusación, un patrón probado: ganarse confianza, pedir dinero o sustraerlo, y desaparecer. Para la opinión pública, la confirmación de un modus operandi que ya era vox populi. 

Lejos de cerrarse, el calendario judicial siguió acumulando páginas. En junio de 2023, La Vanguardia informó que estaba en búsqueda y captura por otra causa de estafa; en paralelo, medios contaban ya más de una veintena de denunciantes y varios juicios pendientes. La misma historia con nombres distintos. La misma promesa envuelta en el mismo guion. 

Se escondió medio año. Y el 4 de diciembre de 2023, se presentó voluntariamente en la prisión de Lledoners para empezar a cumplir condena. Había pasado seis meses ilocalizable; entró por su propio pie, acompañado por su abogado. La noticia cruzó titulares: el “estafador del amor” dejaba de ser una sombra de WhatsApp para convertirse en un interno con expediente. 


Que un caso así prospere en tribunales no es sencillo: muchas víctimas se topan con el listón del “engaño bastante”, la frontera jurídica que separa el dolo penal del mero incumplimiento civil. De ahí la mezcla de sentencias y archivos: el mismo patrón puede naufragar si no se acredita cómo, cuándo y por qué la mentira resultó determinante para desprenderse del dinero. En 2019, por ejemplo, un juzgado lo absolvió por no quedar probado el ardid. 

Pero cuando la maquinaria probatoria encaja—mensajes, transferencias, testigos, periciales—la historia adquiere contorno penal. Las condenas de 2021 y 2023 trazan ese contorno: cortejo instrumental, falsedades sobre profesión y patrimonio, relatos de urgencia económica y perjuicios cuantificables. Un estafador no necesita navaja; le basta una narrativa creíble y el tiempo justo para convertir el afecto en saldo negativo. 

Las apps no son culpables, pero sí el escenario perfecto: velocidad, disponibilidad, confianza exprés. Cavallé explotó esa geometría emocional—el match como validación, la cita como prueba de “autenticidad”, el chat como hilo invisible—hasta construir un personaje que resistía preguntas… hasta que tocaba pagar. Su caso encendió alarmas sobre prevención, diligencia probatoria y educación digital frente al fraude afectivo. 

Hoy, con condenas firmes, otras causas aún vivas y un historial que la prensa ha radiografiado durante una década, el relato ya no es romántico: es judicial. Detrás del emoji de corazón había contratos implícitos, detrás de la cena elegante, extractos bancarios; detrás de la promesa, un perjuicio. Y un estribillo que toda víctima reconoce: “Te devuelvo mañana”. Mañana nunca llegó. La justicia, esta vez, sí. 

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