Isaac, el rapero de 18 años con Asperger al que la violencia le robó la canción

Isaac López, 18 años, tímido, creativo, con síndrome de Asperger y un sueño claro: rapear bajo su alias de parque y micrófono. Aquel 14 de julio de 2021 salió con su bici por el barrio de Pacífico, en Madrid, pensando en rimas, no en titulares. Minutos después, en el túnel de la calle Comercio, la vida se quebró en un puñado de segundos. Recibió varias puñaladas y cayó junto a su bicicleta. No hubo robo, no hubo ajuste de cuentas personal: hubo una agresión súbita, brutal y sin oportunidad de defensa. 

La noticia heló la ciudad. En horas, el nombre de Isaac corrió por redes y telediarios. Era “el chico del rap”, el que se refugiaba en bases y libretas, el que esquivaba el ruido del mundo con cascos grandes y mirada limpia. Su madre y sus amigos de las batallas callejeras lo despidieron con flores y barras recitadas en su honor. La imagen pública se llenó de velas y pintadas que pedían justicia y respeto para un joven neurodivergente que nunca hizo daño a nadie. 

La investigación policial acotó pronto el cerco. Los agentes entrelazaron cámaras, rastros y testimonios hasta señalar a un joven como autor de las puñaladas y a otros como partícipes del grupo que lo arropó en la huida. La foto global que dibujaron los atestados hablaba del ecosistema de bandas juveniles que llevaba meses tensionando ciertas zonas de Madrid, una violencia que a veces se dispara sin motivo aparente y convierte al primero que pasa en objetivo. 

El señalado, David B.G., llegó a juicio en 2023. La Audiencia Provincial de Madrid lo condenó inicialmente a prisión permanente revisable por el asesinato de Isaac, al apreciar alevosía y su vinculación con la organización criminal Dominican Don’t Play; la sentencia apuntó cuatro puñaladas y la elección de un entorno cerrado donde la víctima apenas podía reaccionar. La ciudad creyó haber escuchado, por fin, una respuesta a tanto ruido. 

Pero la ley camina por pasillos largos. El Tribunal Superior de Justicia de Madrid revisó la resolución y rebajó la pena a 20 años; meses después, en febrero de 2025, el Tribunal Supremo la dejó en 16 años de cárcel por un delito de homicidio con agravante de abuso de superioridad, en concurso con pertenencia a organización criminal. El Alto Tribunal sostuvo que no quedó probada la alevosía ni la conexión directa entre la dinámica del ataque y una acción “de banda” que justificara el máximo castigo. La herida volvió a abrirse. 

Más allá de las cifras, el expediente dejó estampas difíciles de olvidar: el túnel abrasado por el sol de julio, la bicicleta tirada, las sirenas, y después los murales en los que sus colegas de escena —los mismos que le decían “hermano, hoy te sales”— improvisaron un velatorio en forma de cypher. Isaac, para los suyos, no era un caso; era Little Kinki, el chaval que rimaba esperanza entre golpes de metrónomo. 


El proceso judicial puso foco también en algo que rara vez ocupa portadas: la vulnerabilidad cotidiana de quienes viven en el espectro del autismo. La defensa de la dignidad de Isaac no fue solo una reclamación penal, sino social: el derecho a caminar con auriculares sin convertirse en diana; el derecho a ser diferente sin tener que explicarlo. Asociaciones y familias aprovecharon el caso para reclamar prevención real, mediación de calle y respuestas rápidas antes de que la violencia se convierta en rutina. 

Con la sentencia firme del Supremo, España cerró —jurídicamente— el capítulo más tenso del caso, pero nada cierra del todo cuando la ausencia se sienta a cenar cada noche. La pena de 16 años no devuelve un mañana, y tampoco borra la sensación de que el azar, en ciertos puntos de la ciudad, puede decidirlo todo en un chasquido. La madre de Isaac lo dijo con una sencillez insoportable: “Mi hijo no era un delincuente; era un chico bueno”. Su duelo convirtió el nombre de Isaac en una consigna contra el sinsentido. 

Hay crímenes que se explican por móviles nítidos, y otros —como este— que quedan grabados por su absurdo. La cadena probatoria reconstruyó pasos, cuchilladas y responsabilidades; la memoria, en cambio, se queda con lo que no sale en los folios: el vértigo de un chico que simplemente iba a casa, el eco de una base que quizá nunca terminó de escribir, el hueco en un parque donde falta una voz en el círculo. 


Isaac tenía 18 años. Soñaba con escenarios, no con juzgados. Hoy su caso es advertencia y homenaje: advertencia de que la violencia aleatoria es un veneno que se alimenta del miedo, y homenaje a un chaval que eligió la música como refugio y al que el odio silenció en un túnel. Que su nombre no se vuelva estadística. Que su canción —esa que sus amigos siguen rapeando por él— no se calle nunca. 

Publicar un comentario

0 Comentarios