Ana Orantes: el testimonio en televisión que destapó la violencia de género en España y acabó en un asesinato que cambió la ley


 

Granada, diciembre de 1997. Una mujer de 60 años se sienta ante las cámaras de Canal Sur y habla sin adornos ni miedo impostado. Se llama Ana Orantes Ruiz, vecina de Cúllar Vega, y durante casi media hora en el programa “De tarde en tarde” desgrana cuarenta años de golpes, insultos y amenazas a manos de su marido, José Parejo Avilés. No busca compasión; busca que alguien, por fin, la escuche.

Cuenta que denunció muchas veces, que el juzgado decretó la separación… pero la obligó a convivir bajo el mismo techo: él abajo, ella arriba, con la escalera como frontera y el miedo como compañero. Relata encierros, humillaciones, un control que llegaba hasta el patio de la casa. Cada frase suya suena como un parte de guerra leído en voz baja. España mira, contiene la respiración y, por primera vez, pone nombre colectivo a lo que tantas mujeres sufrían en silencio.

Trece días después de la emisión, el 17 de diciembre de 1997, el verdugo cumple la amenaza: la golpea, la ata a una silla en el patio y la rocía con gasolina. Prende fuego. Los gritos atraviesan las paredes de Cúllar Vega; los vecinos llaman; los sanitarios llegan tarde. Ana muere calcinada. El país despierta sobresaltado: la mujer que se atrevió a contar su historia ha sido asesinada por aquello mismo que denunció en directo.



La conmoción es inmediata. El caso estalla en informativos, parlamentos y sobremesas. Se evidencian fallos encadenados: respuestas tardías, una justicia que permitió la cohabitación con el agresor, una red institucional incapaz —entonces— de separar, proteger y vigilar. Ana Orantes deja de ser “un caso” y se convierte en espejo: detrás de su nombre había miles.

La causa penal avanza con rapidez inusual para la época. José Parejo es detenido, juzgado y condenado a 17 años de prisión por asesinato; morirá en la cárcel en 2004. El fallo reconoce la secuencia de violencia y el encadenamiento de decisiones que mantuvieron a la víctima al alcance del agresor. Pero la sentencia, por sí sola, no basta: lo que exige la calle es cambiar las reglas del juego.

El impacto político y social abre un ciclo de reformas. En 1999 se activa el primer plan integral contra la violencia doméstica y se revisa el disparate de la convivencia forzada tras la separación. En 2004 llega la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género: juzgados especializados, órdenes de protección, medidas cautelares, atención psicológica, formación a operadores jurídicos y policiales. Ana no lo ve, pero su voz empuja cada artículo.



Desde entonces, protocolos y prácticas mutan: valoración de riesgo policial, pulseras telemáticas, unidades de violencia de género en fuerzas de seguridad, campañas de sensibilización que ya no hablan de “dramas domésticos”, sino de violencia machista. La entrevista de Ana entra en aulas de periodismo y cursos de judicatura como documento ético y memoria incómoda.

Cúllar Vega y Granada la recuerdan con actos, placas y minutos de silencio cada 25 de noviembre. Su nombre aparece en pancartas y sentencias; su rostro, en reportajes y manuales. No es icono por elección, sino por consecuencia: su decisión de hablar expuso grietas estructurales y obligó a un país entero a mirarse de frente.

Quedan preguntas que siguen pesando: ¿cuántas vidas se perdieron por decisiones judiciales que no midieron el riesgo? ¿Cuántas mujeres continúan atrapadas donde el papel dice “hogar” y la realidad dice “trinchera”? ¿Cuántas veces el sistema llega después del golpe, después del fuego, después del silencio?



Ana Orantes no pidió venganza; pidió vivir tranquila. Su testimonio en televisión rompió el cerrojo del “asunto privado” y encendió una llama que la gasolina de su asesino no pudo apagar. Hoy esa llama arde en cada denuncia atendida a tiempo, en cada orden de alejamiento que se cumple y en cada mujer que, al contar su historia, ya no está sola.

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