Una madre camina entre vitrinas en Las Vegas, se detiene ante un cuerpo plastinado y, de pronto, el museo deja de ser museo: “¿Ese no es mi hijo?”. La frase atraviesa el vidrio, viaja a un teléfono y se convierte en un eco imposible de silenciar. Así nace el estremecedor “caso” de Christopher Todd Erick.
Según la versión viral, Christopher —estadounidense, desaparecido hace años— habría terminado como pieza anónima en Bodies: The Exhibition. La madre dice reconocerlo por una cicatriz en el brazo. Filma, sube el video a TikTok, y la frase queda flotando como una maldición: “¿Ese no es mi hijo?”. Millones de visualizaciones; millones de preguntas.
Cuando se tira del hilo, la trama se deshace: no hay denuncias públicas localizables, expedientes policiales verificables ni confirmaciones oficiales que respalden el relato. Los medios de referencia no recogen el caso y el museo no ha comunicado identificación alguna. La historia funciona como pólvora, pero, por ahora, carece de mecha documental.
Que sea —probablemente— una leyenda urbana no la vuelve inocua. Porque el miedo que despierta es real: ¿de dónde salen los cuerpos de estas exhibiciones? La plastinación popularizada por Gunther von Hagens (Body Worlds) y los montajes comerciales como Bodies han vivido bajo la crítica ética durante años: consentimiento, trazabilidad, procedencia y la duda histórica sobre restos sin identificar, especialmente en cadenas de suministro chinas.
En Las Vegas, Bodies: The Exhibition se presenta como una muestra educativa. Históricamente, este formato ha afrontado preguntas incómodas sobre donación y documentación; Body Worlds presume programas de donantes con consentimiento, mientras que otras muestras han sido señaladas por utilizar cuerpos “no reclamados”. Diferencias cruciales… y sombras persistentes cuando la cadena de custodia no es totalmente transparente.
Desde el forense, reconocer a un fallecido por una cicatriz a través de una vitrina es casi un espejismo: la plastinación altera texturas, los rasgos blandos cambian y la identificación exige huellas, odontología, ADN y documentación previa. Por eso los museos serios rehúyen asociar piezas a identidades: sin pruebas duras, el nombre no puede cruzar el vidrio.
¿Y si algún día alguien estuviera realmente seguro? El camino no es TikTok: es una denuncia formal ante la policía competente (en Las Vegas, LVMPD), preservación de metadatos del video, asesoría legal, petición judicial para inspección técnica independiente, cotejo de señas particulares y, si procede, orden para muestreo biológico. Sin cadena de custodia, no hay verdad que resista.
¿Por qué entonces creemos? Porque la historia es perfecta: una madre, un hijo perdido, un museo de cuerpos y el vértigo moral de mirar sin saber a quién miramos. Añade algoritmo, música triste y un plano fijo a una cicatriz y ya está: la ficción encuentra un cauce donde la verificación no llega.
Mientras tanto, hay víctimas reales: familias con desaparecidos que viven entre expedientes y aniversarios vacíos. Convertir su dolor en combustible de virales da clicks, pero borra fronteras éticas. Antes de compartir, conviene preguntarse: ¿quién gana, quién pierde y qué prueba hay?
Cuando visites una muestra anatómica, lee las cartelas con la misma atención con la que miras los cuerpos. Pregunta por el consentimiento, por la procedencia, por la trazabilidad. A veces lo más inquietante no es lo que yace tras el cristal, sino el relato que elegimos creer… y las verdades que dejamos sin nombrar.
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