Ana Orantes: la mujer que habló en televisión, fue asesinada 13 días después y cambió la historia de España



Granada, 4 de diciembre de 1997. Ana Orantes Ruiz, 60 años, se sienta ante las cámaras del programa De tarde en tarde (Canal Sur), presentado por Irma Soriano. Durante veinte minutos desgrana cuatro décadas de golpes, amenazas y humillaciones a manos de su exmarido, José Parejo Avivar. Habla sin grandilocuencia, con la serenidad de quien ya no tiene nada que perder. España escucha —muchos por primera vez— la violencia machista con nombres y apellidos. Trece días más tarde, el 17 de diciembre de 1997, Ana será asesinada. 

Su historia había empezado mucho antes. Tras años de maltrato, Ana consiguió el divorcio en 1996, pero una resolución judicial les asignó el uso simultáneo del chalet de Cúllar Vega: él en la planta baja; ella en la superior. Esa convivencia forzada convirtió cualquier pasillo en un corredor del miedo. En su entrevista, Ana relató denuncias previas y la ausencia de medidas efectivas de protección. Aquella tarde de televisión no fue un exabrupto: fue un último recurso. 

El 17 de diciembre, cuando volvió de hacer unas compras, José Parejo la abordó por la espalda en el patio, le arrojó gasolina y le prendió fuego. Los vecinos escucharon los gritos; nadie pudo salvarla. Ana murió quemada viva en su propia casa, en el mismo inmueble que la justicia había dividido para que convivieran “sin convivir”. El crimen sacudió al país de arriba abajo. 


La instrucción fue rápida y el juicio, seguido por todo el país. En diciembre de 1998, un jurado popular declaró culpable a José Parejo de asesinato; el juez impuso 17 años de prisión, la pena máxima entonces posible. En sala, el condenado llegó a decir “firmaría ahora mismo mi pena de muerte”. Años después, su defensa intentó rebajar la alevosía; sin éxito. 

Parejo murió en prisión en noviembre de 2004, por un infarto, en el hospital Ruiz de Alda (Granada), tras ser trasladado desde la cárcel de Albolote. Cumplió seis de los diecisiete años a los que fue condenado. La noticia cerró su biografía penal; no el debate social que había abierto el asesinato de Ana. 

Porque la repercusión fue inmediata. El caso Orantes se convirtió en un punto de inflexión: por primera vez, la violencia contra las mujeres dejó de tratarse como un “asunto privado” y se instaló en la agenda política, mediática y judicial. En los años siguientes se impulsaron reformas clave: la Ley 27/2003, que creó la Orden de Protección como instrumento ágil y coordinado de medidas civiles y penales; y, en 2004, la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, que estableció juzgados especializados, recursos asistenciales y un marco integral de prevención y tutela. 


En términos históricos, su muerte marcó el tránsito del “crimen pasional” al reconocimiento de la violencia machista como problema público. La cobertura y el impacto del caso son, aún hoy, materia de estudio en guías de estilo y análisis de políticas públicas: Ana se invoca como la primera víctima con nombre y apellido que obligó a revisar cómo informamos, cómo juzgamos y cómo protegemos. 

La biografía de Ana —nacida en 1937 en Granada, madre de 11 hijos, décadas de maltrato invisibilizado— se convirtió en símbolo. Los relatos periodísticos y académicos recuerdan que acudió “docenas de veces” a denunciar, y que el sistema no supo protegerla ni a ella ni a sus hijos. Su entrevista del 4 de diciembre no fue solo un testimonio: fue una acusación pública a una estructura que la había dejado sola. 

Veinticinco años después, los balances coinciden en el salto normativo, pero también en lo pendiente: las leyes necesitan implantación real, recursos y coordinación para que la protección llegue a tiempo. Cada 17 de diciembre, medios y organizaciones recuerdan a Ana como catalizadora de un cambio que aún se exige completar. 


Ana Orantes no fue solo una víctima: fue una voz. Habló para que la escucharan y la mataron por no callar. Su nombre permanece como advertencia y brújula: contar la verdad no mata; lo que mata es el silencio. Desde Cúllar Vega, su historia sigue diciendo a cámara lo que España ya no puede dejar de oír. 

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