Ana Paula Graña Pérez: una noche en Punta del Este que nunca volvió

Punta del Este, Maldonado — verano de 2000. La bahía lucía su vestido más brillante: música, risas, turistas con piel salada, el puerto como un collar de luces. Ana Paula Graña Pérez, 17 años, ojos azules, cabello castaño, salió como tantas otras veces a bailar en la zona portuaria. No parecía diferente a cualquier viernes de temporada alta. Pero fue la última vez que alguien la vio con vida.

El reloj marcaba la madrugada cuando, según las crónicas, abandonó un local de ocio del puerto acompañada de conocidos. Desde ese punto —a metros del agua, rodeada de gente— su rastro se convirtió en niebla. Ese fin de semana, Punta del Este siguió con su rutina de verano; para su familia, en Montevideo, comenzó la estación del vacío.

La denuncia activó búsquedas en la costa y averiguaciones en locales de la zona. Se rastrearon cámaras, se preguntó por vehículos que salieron del puerto y por embarcaciones atracadas aquella noche. Surgieron versiones: que un hombre argentino, capitán de velero, la había invitado a seguir la noche; que podría haber subido a un coche; que “ya volvería al amanecer”. Nada se probó. Las hipótesis cambiaban de boca; los papeles, no.


Los días se hicieron largas mareas. La investigación examinó su círculo cercano, cotejó testimonios contradictorios y amplió el radio hacia zonas de descampado, playas y accesos a la península. No aparecieron llamadas ni movimientos claros que explicaran una marcha voluntaria. Tampoco hubo una escena de crimen. Solo una ausencia sin geografía.

Con el paso de los años, el expediente siguió vivo. El Ministerio del Interior la mantuvo —y la mantiene— en el registro oficial de Personas Ausentes: nombre, edad al momento de la desaparición, señas físicas (1,65 m, ojos azules, pelo castaño), último lugar: Maldonado. Una ficha que resiste al tiempo como una fotografía que se niega a amarillear.

La familia empujó diligencias, pidió relecturas, señaló demoras iniciales que, según ellos, costaron pruebas. Se habló de búsquedas en áreas de difícil acceso; de controles en muelles y depósitos; de peritajes que no llegaron a puerto. Entre versiones periodísticas quedó flotando la posibilidad de una salida por mar aquella noche: era temporada, había movimiento, y el océano guarda secretos que la costa no confiesa. Nada de eso cristalizó en una imputación.

A dos décadas largas, el caso es ya parte del inventario de heridas abiertas del verano uruguayo: una adolescente que “salió un rato” entre música y faroles, y no regresó; una investigación sin cuerpo, sin escena, sin confesión. La crónica de una desaparición en un sitio donde, paradójicamente, todo el mundo mira a todo el mundo.

Los listados oficiales siguen poniendo orden al desorden: nombre y apellido, fecha, altura, ojos, pelo, “última vez en Maldonado”. Una forma administrativa de decir lo indecible: que no hay rastro, que no hay cierre, que la última imagen es una puerta abierta a la madrugada. Y que, hasta que no aparezca la verdad, toda versión es apenas espuma.

A veces, en la costa, alguien deja una flor. Otras veces, una madre prefiere no pasar por el puerto. Las ciudades turísticas tienen memoria corta; las familias, no. Cada temporada nueva vuelve a encender la misma pregunta con la que amaneció 2001: ¿quién fue la última persona que habló con Ana Paula cuando la música se apagó?


 “Las luces siguieron reflejándose en el agua.
Su nombre, no.”


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