El caso de Saray Carrasco Romero


Madrid — 23 de noviembre de 2020. Saray Carrasco Romero, 16 años, salió de casa con la rutina de cualquier adolescente: instituto, amigas, el teléfono como brújula. Desde ese día, su rastro se diluyó entre calles familiares y notificaciones en silencio. No hubo discusiones previas, ni movimiento de dinero, ni un mensaje de despedida. Solo una fecha en el calendario y una familia que, de golpe, dejó de dormir. 

La primera alerta pública llegó en forma de ficha: 1,65 m de estatura, complexión delgada, pelo largo castaño, ojos marrones, piercing en la nariz y varios tatuajes. La publicó SOS Desaparecidos y la replicaron medios locales; la Policía pidió colaboración ciudadana. Era 9 de diciembre de 2020 y, a pesar del ruido informativo, no había ni una pista firme sobre su paradero. “La Policía continúa sin pistas”, tituló un diario digital, fijando la desesperación en un titular helado. 

Las primeras horas se peinaron como manda el manual: entorno, teléfonos, cámaras de tránsito, movimientos bancarios. Nada. La línea oficial evitó cerrarse en una sola hipótesis: ausencia voluntaria, captación por terceros, accidente. Su móvil, al que estaba tan atada como cualquier chica de 16, no aportó actividad útil en abierto. El caso comenzó a crecer al revés: cada día sin datos era un dato en sí mismo.

Mientras los agentes revisaban itinerarios probables, la familia y amigos multiplicaron carteles y publicaciones en redes. Las descripciones se hicieron mantra: “pelo castaño, ojos marrones, 1,65, piercing en la nariz”. La imagen de Saray se proyectó en portales de noticias, perfiles vecinales y cadenas de mensajería. Un país entero mirando una foto y preguntándose cómo puede desaparecer alguien a la luz del día sin que una cámara lo cuente. 


El barrio habló poco y mal: rumores, supuestos avistamientos, comentarios que se deshicieron al primer contraste. Nada sólido. La policía no comunicó hallazgos concluyentes y, con el paso de las semanas, las preguntas crecieron más que las respuestas. Lo único estable era la falta de movimientos: ni cuentas, ni sanidad, ni señales verificables. La investigación seguía abierta, pero era como empujar una puerta que no cede.

Hubo llamamientos públicos, números de contacto, promesas de “cualquier dato, por pequeño que parezca”. En paralelo, asociaciones recordaron un problema crónico: cuando el desaparecido es menor, la difusión inmediata es vital; cualquier retraso erosiona opciones. En el caso de Saray, la ventana crítica pasó sin que apareciera el hilo del que tirar. El expediente, desde fuera, parecía un folio en blanco con un nombre. 

Con el tiempo, la narrativa fácil —“se habrá ido por voluntad propia”— se desinfló: no había rastro que sostuviera una marcha planificada. Tampoco una constelación de conflictos previos que explicaran una huida impulsiva. A falta de hechos públicos, el relato quedó atrapado entre dos silencios: el institucional, prudente, y el de una ciudad inmensa donde la vida sigue aunque falte alguien en la mesa.

El caso cruzó años sin que el papel cambiara de color. Reiteraciones de la alerta, recordatorios en efemérides, y la misma súplica: “si la ves, llama”. Saray no apareció en listados hospitalarios ni en bases de detenciones; tampoco en registros de retorno. La investigación, según los medios que la recogieron entonces, seguía sin pista maestra. Una desaparición que, a falta de evento, se convirtió en espera organizada. 

Para su familia, cada día nuevo es un espejo del primero: revisar bandejas de entrada, atender llamadas anónimas, pedir que los rumores se transformen en información. En la pared cuelga la misma foto: pelo castaño, mirada directa, 16 años que ya no tiene. Y la frase que se repite como un conjuro: “Saray no se evaporó”. Porque nadie se evapora. Alguien la vio. Alguien sabe. 

Hay desapariciones que parecen un truco de cámara: un corte a negro entre dos planos. La de Saray Carrasco Romero es una de ellas. Falta el clip que encaja. Falta la persona que hable. Hasta entonces, la ciudad guarda su nombre como una alarma discreta y la ficha sigue activa, exigiendo memoria y colaboración. “Si la reconoces, llama”. Porque, a veces, la diferencia entre un caso abierto y un regreso es una mirada que no decide mirar hacia otro lado. 

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