Margarita vivía sola, aunque nunca estaba realmente sola: sus vecinos la veían a menudo, siempre amable, siempre la misma sonrisa discreta. No era una mujer de desaparecer sin avisar, ni de romper su orden cotidiano. Por eso, cuando el reloj avanzó y nadie la vio regresar, la inquietud comenzó a crecer entre quienes la conocían.
Esa tarde, su familia dio la voz de alarma. No contestaba al teléfono, no había pasado por los lugares habituales, y su casa estaba igual que siempre, sin señales de violencia ni de prisa. La Guardia Civil fue avisada y en pocas horas comenzó una búsqueda que movilizó a todo el pueblo. Voluntarios, vecinos, agentes y perros rastreadores recorrieron caminos, canales y campos.
El aire era denso, cargado de preguntas. Los drones sobrevolaban los alrededores, los pozos eran revisados uno a uno, y los agricultores abrían sus fincas para ayudar. Pero los días pasaban y el nombre de Margarita se repetía entre susurros, en las puertas, en los cafés, sin que nadie pudiera entender cómo una persona podía desaparecer sin dejar un solo rastro.
La investigación siguió todos los caminos posibles. Se revisaron movimientos bancarios, llamadas telefónicas, cámaras de tráfico y hasta rutas de transporte público. Nada. Era como si Margarita se hubiera desvanecido en el aire, sin un último paso registrado, sin un adiós. La hipótesis de un accidente se volvió frágil con el tiempo, y la idea de que alguien pudiera haber intervenido, aunque sin pruebas, comenzó a rondar entre quienes más la querían.
Su caso fue incluido en la base de datos de SOS Desaparecidos bajo el número 20-01064. La ficha describía a una mujer de 67 años, vecina de Zaidín, desaparecida en circunstancias desconocidas. Esa ficha, aún activa, se convirtió en el único hilo visible de una historia que parecía haberse detenido en el tiempo.
Zaidín, con apenas 1.700 habitantes, no olvidó. Cada aniversario, los vecinos siguen pronunciando su nombre, recordando su rostro. Hay quienes aún dejan flores o encienden una vela frente a la iglesia. En un pueblo tan pequeño, las ausencias no se disuelven; se sienten, se nombran, se viven como un eco que no cesa.
La familia de Margarita nunca perdió la esperanza. Siguen creyendo que alguien, en algún lugar, sabe algo. Que tal vez un pequeño detalle, una conversación olvidada, pueda abrir de nuevo la puerta de la verdad. Cada año, renuevan la búsqueda con la misma fe, pidiendo que no se cierre el caso ni se borre su nombre del mapa de los desaparecidos.
Han pasado cinco años y las preguntas siguen siendo las mismas. ¿Qué pasó aquella mañana? ¿Cómo puede desaparecer alguien en un lugar donde todos se conocen? Ninguna respuesta ha sido capaz de calmar el peso del misterio. El silencio se volvió una forma de duelo, y el tiempo, una larga espera sin promesas.
Margarita tenía 67 años. Era madre, amiga, vecina. Salió de su casa un martes cualquiera y el viento del Bajo Cinca se llevó su historia. Hoy, su nombre sigue flotando en la memoria de un pueblo entero, como un susurro que se niega a apagarse. Porque cuando alguien desaparece sin dejar rastro, la ausencia se convierte en una presencia que nunca se va.
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