Anabel Merino Dávila: la madrugada que San Sebastián no olvidó

Era 11 de agosto de 1992. Donostia aún dormía cuando Anabel Merino Dávila, 21 años, salió de casa rumbo a un turno temporal en el oncológico de la ciudad. Verano, prisas de madrugada, el itinerario de siempre por Intxaurrondo. En el cruce entre el paseo de Zarategui y el de Mons, el trayecto más corto se convirtió en el último. La hallaron apuñalada. No hubo robo. No hubo explicación. Solo un silencio que, tres décadas después, todavía pesa. 

Aquella mañana, la ciudad despertó con una noticia imposible de digerir: una joven asesinada a pocos metros de su casa. La familia describió a Anabel como energía pura, “con prisa por vivir”. La escena, sin embargo, habló de una agresión rápida, sin testigos fiables y sin rastro útil que apuntara a un autor claro. La investigación inicial barajó un ataque oportunista en la penumbra, pero carecía de pruebas sólidas que sostuvieran cualquier hipótesis ante un juez. 

El barrio reaccionó con una mezcla de miedo y dignidad. Días después, Intxaurrondo salió a la calle para protestar por el crimen de la joven—la hemeroteca local lo recoge: “Intxaurrondo protestó por el asesinato de la joven Ana Isabel” (la prensa de la época alternó el nombre de pila, un fallo tristemente frecuente en los archivos). Fue una marcha breve, contundente: no querían que el nombre de Anabel quedara sepultado bajo titulares fugaces. 


Los investigadores miraron a su entorno, reconstruyeron las últimas horas, revisaron rutas posibles y analizaron horarios de transporte, pero la Donostia de 1992 no tenía la maraña de cámaras que hoy da o quita coartadas. No apareció un arma, no apareció una huella concluyente, no apareció ADN utilizable en los estándares de entonces. El caso terminó archivado provisionalmente: sin autor conocido, sin juicio, sin duelo completo. 

Con los años, cada aniversario devolvía su nombre a los periódicos. En 2007 y 2012 hubo reportajes que recordaban el expediente estancado; en 2022, al cumplirse treinta años, un artículo de balance volvió a poner foco en lo esencial: Anabel fue apuñalada en Donostia y su asesino nunca fue identificado. La frase que lo resume todo la pronunció su madre: cuando no hay verdad, solo queda el dolor… y la amargura. 

Lo que se sabe con base en prensa local y sumarios periodísticos es poco pero firme: salió de casa muy temprano, no llegó a ocupar su puesto de trabajo, la agresión ocurrió en un pasadizo/atajo entre Zarategui y Mons y no hubo móvil material evidente. Es decir: nada que encaje con un robo improvisado. La violencia fue directa, letal, y se extinguió en segundos. 


El barrio conservó la memoria. En recopilaciones de documentación vecinal y colecciones locales de Altza se cita aquel agosto de 1992 como un punto de inflexión: un verano de protestas y sobresaltos en la ciudad, y, entre ellos, la protesta específica por “la joven Ana Isabel”. La mención es pequeña en el papel, enorme para quienes necesitaban que constara en algún sitio que Anabel no fue una cifra. 

¿Por qué no se resolvió? Por la suma de factores que arruinan una investigación: noche, ausencia de testigos identificables, poca tecnología forense, un escenario abierto y transitado y—probablemente—un agresor que supo desaparecer sin dejar un hilo del que tirar. Con el paso del tiempo, la degradación de indicios y el estándar probatorio actual hicieron el resto. Nada de esto consuela; solo explica por qué el expediente nunca llegó a juicio.

Hoy, el caso es recordado en hemerotecas, foros de memoria local y piezas de aniversario. No hay reaperturas anunciadas ni líneas nuevas de trabajo conocidas públicamente. Queda la enseñanza amarga: la calidad de la investigación en las primeras 24–48 horas es decisiva; cuando falla la evidencia física, todo depende de una casualidad que casi nunca llega treinta años después. 

Anabel tenía 21 años. Caminaba por su barrio, apurada por fichar en un empleo que, quizá, abría otras puertas. La arrebataron del asfalto sin testigos, sin robo, sin despedida. Que su nombre no se pierda entre recortes: fue una vecina, una hija, una joven con un trayecto de diez minutos que no se cumplió. Y una ciudad que, cada agosto, recuerda que en el mapa de Intxaurrondo hubo un punto donde la noche decidió quedarse. 

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