La mañana del 27 de enero de 2024, Vicente Sánchez Rivero, 79 años, vecino solo y muy querido en Hinojal (Cáceres), dejó de contestar al teléfono. La puerta estaba cerrada, no faltaban objetos de valor y no había signos de violencia evidentes. En un pueblo de 400 habitantes, el silencio se oye más alto; ese día empezó a oírse demasiado.
El rumor de fondo llevaba años: a Vicente le había tocado un premio importante en la lotería. La prensa difirió en la cifra —EL PAÍS habló de unos 300.000 € en Bonoloto “hace ocho años”; otros medios titularon “el millón”—, pero todos coincidían en que el golpe de suerte lo había vuelto más visible de lo que él quería. En Hinojal lo sabían, y en los bares se había contado muchas veces con una media sonrisa.
Las primeras semanas fueron un mapa de charcas, dehesa boyal, regatos y cárcavas. La Guardia Civil rastreó pozos y montes con perros y voluntarios, mientras los familiares repetían la fecha, la voz y las rutinas del desaparecido. No hubo cargos de tarjeta, ni llamadas, ni rastro electrónico. La casa, eso sí, ofrecía un detalle inquietante: revuelo selectivo, como si alguien hubiera buscado algo sin llevarse nada.
Pronto apareció un nombre conocido por todos: José María Lindo Magdaleno, el alguacil municipal desde 1993. Era quien llevaba a Vicente en coche a Cáceres para gestiones; a fuerza de recados se había convertido en su hombre de confianza. La investigación detectó contradicciones y lagunas en sus relatos. El 7 de marzo fue detenido en el marco de la operación de la Policía Judicial.
Al día siguiente, 8 de marzo, se halló un cadáver en la zona de búsqueda, en un paraje de la dehesa boyal —La Vaquera / Regato Hondo, según la prensa local—. A partir de ahí, el caso cambió de signo: ya no se buscaba a un desaparecido, sino que se trataba una muerte violenta. La identidad se formalizó tras los trámites forenses; el pueblo entendió lo esencial sin necesidad de papeles.
En días sucesivos trascendió lo que faltaba: el alguacil habría señalado el lugar del cuerpo y confesado la estrangulación de Vicente ante los investigadores, según varias crónicas. En paralelo, surgió el presunto móvil económico: deudas de juego y ludopatía, un clásico oscuro en los delitos cuyo primer acto es un “golpe de suerte” ajeno. La instrucción judicial continuó para amarrar cada cabo con pruebas.
El relato público se completó con el retrato de costumbres: un anciano de rutinas simples —bar, pan, partido—; un funcionario ubicuo —siempre disponible para llevar y traer—; y un rumor de dinero fácil que, con el tiempo, atrae moscas. La alcaldesa lo definió como “un mazazo” para un municipio donde el alguacil era casi una institución. El duelo se mezcló con la vergüenza ajena.
A partir de ahí llegó lo técnico: prisión provisional, registros, cronologías, telefonía, reconstrucción de movimientos y análisis de extracciones bancarias o búsquedas que pudieran apuntalar planificación. El sumario, como es lógico, se mueve bajo secreto; lo que sí se sabe es que el caso no se cerrará con una frase de bar, sino con prueba judicial suficiente. Hasta entonces, presunción de inocencia para cualquier persona no condenada.
El eco en Hinojal va más allá de un crimen: enseña qué ocurre cuando riqueza repentina y soledad conviven a la vista de todos; cuando la proximidad se vuelve acceso; cuando un cargo menor —el que abre puertas y sabe horarios— puede convertirse en riesgo si el escrúpulo cede. Es una advertencia incómoda para cualquier pueblo pequeño.
Vicente Sánchez Rivero no necesitaba ostentar; bastaba con que el azar lo hubiera señalado una vez. La paradoja de su historia es brutal: la suerte que lo hizo famoso pudo ser la llave que abrió su última puerta. Que su nombre no quede reducido a un tópico de sobremesa: detrás hay una persona, un pueblo y una instrucción que debe terminar en verdad procesal. Que el premio no tape la justicia.
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