Santiago de Compostela, 21 de septiembre de 2013. Una carretera secundaria, una noche sin luna y la luz temblorosa de una linterna que atraviesa los arbustos. Un ciclista se detiene, mira… y encuentra el cuerpo de una niña de 12 años. Se llama Asunta Basterra Porto. Ese instante abre una grieta que aún hoy no termina de cerrarse.
Asunta era brillante: piano, idiomas, notas altas. Adoptada siendo un bebé por Rosario Porto —abogada de familia acomodada— y Alfonso Basterra —periodista—, creció entre libros, disciplina y afecto aparente. Una postal perfecta que, vista con la perspectiva del horror, parece una escenografía cuidadosamente iluminada.
Aquella tarde, Rosario denunció en comisaría que su hija había desaparecido. Dijo que la dejó en casa, salió un rato y, al volver, ya no estaba. Horas después, la policía localiza el cadáver en una pista de Teo: ropa de deporte, sin signos de lucha visibles. La autopsia empieza a pronunciar una palabra que lo contamina todo: sedación.
No era la primera señal. Semanas antes, profesoras y amistades habían notado a Asunta somnolienta, desorientada, “como drogada”. Lo que entonces parecían episodios aislados se revelan, con el tiempo, como la antesala del crimen: un goteo de fármacos que iba apagando a una niña prodigio.
La investigación traza un hilo invisible y férreo: altas concentraciones de lorazepam en su organismo, compras de ansiolíticos en días clave, registros de cámaras que sitúan el coche de Rosario camino de la finca familiar en Teo con Asunta atrás, y después, el mismo vehículo regresando. La causa de la muerte queda fijada: asfixia mecánica tras una fuerte sedación.
El círculo se estrecha. Detienen a Rosario Porto y a Alfonso Basterra. Sus versiones cambian, se cruzan, se contradicen. Ella insinúa un “accidente”; él clama inocencia. Las horas, los tickets, los mapas y los restos farmacológicos no entienden de retóricas: la cronología forense encaja donde el relato se resquebraja.
El juicio, en 2015, parte al país en dos. La imagen de familia culta se desmorona bajo el peso de las pruebas. El jurado declara culpables a ambos por asesinato con alevosía y los condena a 18 años de prisión. La sentencia dibuja un plan: sedación reiterada, traslado, asfixia; un crimen cometido por quienes debían proteger.
El epílogo es oscuro. En noviembre de 2020, Rosario Porto aparece muerta en su celda de Brieva; se ahorcó con una bufanda. Alfonso Basterra continúa cumpliendo condena. En Teo, el paraje donde se encontró a Asunta sigue siendo un nombre que se pronuncia en voz baja, como si la noche no hubiera terminado.
Más allá del sumario, el caso deja un espejo incómodo: el mal puede vivir en silencio, detrás de una sonrisa, de un título, de una casa ordenada. No hay monstruos en las sombras; a veces los monstruos saben poner la mesa, firmar papeles, decir “buenas noches”.
¿Cómo se desmorona una fachada sin que nadie escuche el primer crujido? ¿Cuántas señales pasan desapercibidas cuando la apariencia pesa más que el instinto? Asunta no fue solo una víctima; es el nombre que recuerda que, a veces, el peligro no entra en casa… ya vive dentro.
0 Comentarios