Sevilla, madrugada del 7 de septiembre de 2019. Una carretera vacía, la A-4 avanzando entre luces lejanas y una pareja joven dentro de un coche. Minutos después, el silencio. En el arcén, tras el quitamiedos, aparece el cuerpo sin vida de Ana Buza, de 19 años. El parte policial habla de “suicidio”. El caso se archiva en 36 horas. Pero cinco años después, esa palabra empieza a resquebrajarse.
Ana era estudiante, alegre, soñadora, sin antecedentes de depresión ni conflictos graves. Salió aquella noche con su novio, R.V., y nunca regresó. Él contó que, tras una discusión, ella abrió la puerta y saltó del vehículo en marcha. No hubo testigos, no hubo señales de lucha, solo su cuerpo al otro lado de la valla metálica. La versión sonó tan improbable que su familia decidió no rendirse.
El padre, Antonio Buza, matemático, comenzó una cruzada personal. Encargó informes periciales, reconstruyó trayectorias, midió distancias y tiempos. Los cálculos eran fríos, pero su conclusión ardía: a 117 kilómetros por hora, es físicamente imposible abrir la puerta de un coche y lanzarse sin dejar huellas en el marco o el asfalto. La hipótesis del salto voluntario se desmoronaba.
Las fracturas de Ana tampoco encajaban con una caída. Los fémures rotos, las marcas en los muslos, los arañazos longitudinales en el quitamiedos y los daños en la carrocería indicaban otra cosa: un impacto lateral, como si el vehículo la hubiera golpeado desde el exterior. Los peritos de la familia aseguraron que fue arrollada y empujada contra la barrera metálica.
Mientras tanto, las palabras del novio variaban. Cuatro versiones en pocos meses: un animal cruzó, hubo un despiste, el coche golpeó la valla, y finalmente, que Ana se suicidó. Ninguna cuadraba. Tampoco su actitud posterior: ni lesiones en el cuerpo, ni señales de auxilio creíble, ni coherencia con los datos forenses. A ojos del padre, detrás del silencio había intención.
Otro misterio amplificó la duda: el móvil de Ana apareció 19 días después del suceso, tras varias búsquedas infructuosas. Los peritos detectaron conexiones Bluetooth anómalas durante el velatorio, como si alguien lo hubiese manipulado. La familia denunció que la investigación inicial ignoró este indicio, así como posibles signos de violencia de control dentro de la relación.
Durante cinco años, los tribunales mantuvieron cerrado el expediente. Antonio Buza no se rindió: apeló, aportó informes, reconstrucciones, declaraciones. Finalmente, en 2025, la Audiencia Provincial de Sevilla reconoció que la hipótesis del atropello “tiene importantes visos de verosimilitud” y ordenó juzgar los hechos como homicidio doloso, no como suicidio ni accidente.
Ese cambio judicial abre una nueva etapa: el caso se llevará ante un jurado popular, con la posibilidad de que el principal sospechoso se siente en el banquillo. No hay sentencia, pero sí una grieta de esperanza. Tras años de silencio, la justicia parece dispuesta a escuchar lo que la física y la lógica ya gritaron.
El nombre de Ana Buza se ha convertido en un símbolo. Su padre repite la frase que ya es bandera:
> “Mi hija no se suicidó. La atropellaron.”
Y cada palabra suya resuena como un eco contra el quitamiedos donde la encontraron, reclamando lo que el tiempo aún no ha concedido: verdad y justicia.
Más allá del expediente, el caso de Ana Buza habla del peligro de archivar deprisa, del peso de los prejuicios y de los silencios que matan dos veces. Porque no hay peor destino que ser recordada como quien saltó… cuando tal vez la empujaron.
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