Óscar González Barco: la desaparición en Santa Coloma que sigue sin respuestas

El 29 de julio de 2018, Óscar González Barco, vecino de Santa Coloma de Gramenet (Barcelona) de 38 años, salió de la rutina y se desvaneció sin dejar rastro. Su ficha quedó registrada como “persona desaparecida”, y desde entonces su nombre aparece, una y otra vez, en listados, carteles y vigilias que piden lo mismo: saber qué ocurrió aquella tarde de verano.

Óscar vivía integrado en su entorno y estaba diagnosticado de esquizofrenia, dato que la familia y los medios subrayaron para explicar que necesitaba seguimiento, pero que no le impedía llevar una vida funcional. Para su entorno, la hipótesis de una marcha voluntaria nunca tuvo sentido. Desde el primer día insistieron en que lo ocurrido encajaba más en una desaparición de riesgo que en una huida.

Las primeras semanas fueron un carrusel de llamadas, denuncias y batidas vecinales. La propia familia relató, tiempo después, que la coordinación entre cuerpos y la calificación inicial del caso —agravada por la mayoría de edad de Óscar— dificultaron un despliegue más inmediato e intensivo. Aun así, Santa Coloma se movilizó: se hicieron búsquedas en cauces, solares y descampados, pegatinas en persianas y marquesinas, y cadenas en redes pidiendo cualquier pista.


Al cumplirse poco más de un mes de su ausencia, la fundación QSDglobal (Paco Lobatón) anunció una gran manifestación el 1 de septiembre de 2018, desde Can Pixauet hasta la Plaza de la Vila, para “reivindicar más ayuda” y recordar que Óscar seguía en paradero desconocido. Fue la primera de varias acciones públicas que mantuvieron su nombre en la calle cuando ya no había novedades procesales. 

Con el paso de los años, el caso se ha citado en reportajes sobre desapariciones de larga duración en Cataluña. En ellos se recuerda que, a pesar de avisos, rumores o supuestos avistamientos, ninguna pista superó el filtro policial ni aportó un indicio sólido del paradero de Óscar. Su ausencia sigue clasificada como “sin indicios concluyentes”, con investigación abierta y sin descartes oficiales sobre lo sucedido.

La familia, mientras tanto, no ha dejado de convocar, escribir y repetir su descripción, apoyándose en plataformas cívicas y perfiles de desaparecidos. Al dolor se suma la incertidumbre: no hay movimientos bancarios, ni señales telefónicas útiles, ni hallazgos de pertenencias que permitan reconstruir un último itinerario fiable. Es, en términos técnicos, un caso sostenido por el vacío.


Más allá del expediente, queda la dimensión humana: un hombre de 38 años, una ciudad de proximidades y una cronología que se corta en seco. No hubo despedidas, ni explicaciones; solo un día que empezó normal y se volvió un hueco. Quienes lo buscan recuerdan rasgos, costumbres, trayectos y lugares; se aferran a ellos porque la memoria —cuando la realidad no responde— es lo único que no se archiva.

También permanece la pregunta de fondo que dejan las desapariciones adultas: ¿qué hacemos como sociedad cuando la ley ve a una persona “libre de irse” y la familia sabe que no lo haría? Los expertos piden protocolos de “alto riesgo” más rápidos y sensibles a patologías previas, y que las primeras 48 horas reciban el mismo celo que en los casos infantiles. El nombre de Óscar se ha utilizado, precisamente, para ilustrar esos vacíos.

Si vives o viviste en Santa Coloma de Gramenet y recuerdas algo de aquel fin de semana —un encuentro, un trayecto, un detalle aparentemente menor—, la familia y las entidades de búsqueda insisten en que ningún dato es irrelevante. A veces, una pieza tardía encaja lo que años de búsqueda no lograron. QSDglobal, RTVE y las fichas ciudadanas siguen dando visibilidad periódicamente al caso. 


Óscar González Barco sigue desaparecido. Su historia es la de muchas familias que sostienen la esperanza a contraluz de la estadística. Hasta que haya una respuesta, repetir su nombre también es una forma de búsqueda. 

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