Beatriz Guijarro: 53 días de silencio, un hallazgo en La Creu y un duelo que aún no cierra



 La madrugada del 9 de agosto de 2025, en Oliva (Valencia), Beatriz Guijarro —28 años, madre de dos hijos— se desvaneció del mapa tras un tramo corto y familiar. Desde esa noche, su nombre empezó a multiplicarse en grupos vecinales, redes y carteles pegados a farolas: un pueblo entero buscándola, con la ansiedad creciendo al compás de los días sin noticias.

Durante semanas, la Guardia Civil, voluntarios y equipos con drones y perros rastrearon sendas, márgenes de caminos y barrancos. El caso fue catalogado pronto como una desaparición “inquietante”. Cada pista parecía abrir otra pregunta, y el verano en Oliva se volvió un calendario de batidas y esperas. 

El 2 de octubre, casi dos meses después, una senderista dio el aviso: en la montaña de La Creu, a las afueras del casco antiguo, y en una zona castigada por un incendio forestal declarado el 4 de septiembre, apareció un cuerpo calcinado. El acceso era difícil; agentes de Policía Judicial subieron a pie con material forense para preservar el escenario.



El hallazgo no cayó al azar en el mapa: el paraje está a unos cientos de metros del último punto donde situaron a Bea aquella madrugada. Junto a los restos, los investigadores localizaron efectos —entre ellos una mochila— susceptibles de identificación. El cuerpo fue trasladado al Instituto de Medicina Legal de València para pruebas dentales y de ADN.

Horas después, los medios locales y autonómicos adelantaron lo que la autopsia confirmaría: los restos eran de Beatriz Guijarro. La noticia cerró la incertidumbre de la identidad, pero abrió un duelo aún más hondo. 

Sobre el “cómo”, la Guardia Civil no ha cerrado el abanico: se investigan desde un homicidio hasta un accidente (con caída previa y posterior afección de las llamas del incendio de septiembre). Las fuentes insisten en que, por ahora, no hay una sola hipótesis victoriosa. 



Importante: todo apunta a que el fuego que arrasó la ladera semanas antes fue ajeno a la desaparición —un siniestro vinculado a un conflicto vecinal—, pero su paso sí habría calcinado el cuerpo y dificultado la lectura forense del terreno. Esa combinación —calor extremo, ceniza, lluvias posteriores— explica parte del rompecabezas. 

A la vez, planea una pregunta incómoda: ¿por qué el cuerpo apareció en un entorno ya rastreado? Vecinos y medios señalan que la zona de La Creu había sido peinada varias veces; algunos hablan incluso de excavaciones superficiales días antes. El detalle, que los investigadores ponderan con cautela, mantiene viva la sospecha de que el terreno pudo “ocultar” más de lo que dejó ver. 

El caso de Bea desnuda una fragilidad conocida: un trayecto breve, un punto ciego en la madrugada, una montaña tan cercana como laberíntica. Y después, la tenaza técnica de un cadáver abrasado: identidades que dependen de dientes, ADN y restos textiles, y cronologías que se vuelven barro cuando el fuego borra la tinta de la escena. 


Hoy Oliva recuerda a Beatriz con flores y silencio, mientras la instrucción sigue su curso y la ciencia intenta iluminar los últimos minutos de su vida. ¿Tropezó y cayó donde nadie la oyó? ¿O alguien la llevó hasta allí y el monte hizo el resto? En La Creu, las respuestas tardan; el duelo, no. Porque a veces lo más aterrador no es la oscuridad del bosque… sino el hueco que deja una noche cualquiera cuando nunca termina de volver.

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