Tenía 16 años y una vida común de barrio porteño. El 26 de julio de 1984, Diego Fernández Lima salió de su casa en Villa Urquiza y no volvió. Durante semanas lo buscaron en estaciones, canchas y esquinas conocidas. Con el tiempo, su ausencia quedó archivada como “fuga de hogar”. Su padre murió en 1986 sin respuestas; su familia siguió preguntando en silencio.
Cuarenta y un años después, el 20 de mayo de 2025, unos albañiles que levantaban una medianera en Coghlan frenaron la obra: bajo la tierra había huesos. La policía preservó la escena. El conteo forense habló de 151 fragmentos óseos enterrados en un jardín de avenida Congreso, a metros de donde una medianera arruinó por horas la versión de que estaban en una casa ligada a Gustavo Cerati. El hallazgo cambió el expediente para siempre.
El Equipo Argentino de Antropología Forense identificó a Diego por ADN: el sobrino dio la pista y la muestra de su madre confirmó la verdad que nadie quería pronunciar. Entre los objetos, un reloj-calculadora Casio CA-90 ubicaba el entierro en los ’80. Y quedó zanjada la confusión inicial: los restos no estaban en la casa que había alquilado Cerati, sino en el jardín lindero.
La ciencia también habló del horror. El EAAF describió una puñalada en el tórax, con marca en la cuarta costilla derecha, y signos de intento de desmembramiento con una herramienta tipo serrucho. No fue un accidente ni una muerte natural: a Diego lo mataron y lo ocultaron a centímetros de la vida cotidiana de un barrio residencial.
Entonces apareció un nombre: Norberto Cristian Graf. Habían sido compañeros en la ENET N.º 36. La casa donde se desenterró a Diego fue —y es— la de su familia. La Justicia lo señaló como principal sospechoso, pero el homicidio está prescripto: cuatro décadas después no hay castigo posible por el crimen; sí por encubrimiento.
En septiembre de 2025, el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional N.º 56 citó a Graf a indagatoria. El fiscal Martín López Perrando habló de “maniobras unívocas” para desviar la pesquisa: excusas inverosímiles sobre camiones de tierra, silencios, versiones cambiantes. La audiencia quedó fijada para el 17 de octubre.
Mientras reconstruyen la historia, los testimonios de excompañeros aportan contexto: Diego y Graf no eran amigos íntimos, pero compartían la pasión por las motos. Ese interés común pudo llevar a Diego a Coghlan aquella tarde de 1984. El resto es un vacío de 41 años tapado con tierra.
La cronología oficial ya no admite dudas clave: el cuerpo fue enterrado en el fondo de esa vivienda; los restos se hallaron por obra fortuita; la identificación cerró una mitad del enigma. La otra mitad —el quién y el cómo judicialmente probados— está dañada por el tiempo y la prescripción.
Queda la herida civil: ¿cómo puede enterrarse a un adolescente en un jardín de barrio y que nadie hable en cuatro décadas? ¿Cuánta gente supo algo y prefirió callar? En la letra fría del expediente, el homicidio ya no puede juzgarse; el presunto encubrimiento, sí. La diferencia entre memoria y justicia pesa como una losa.
Porque lo más aterrador no fue solo encontrar 151 fragmentos de huesos bajo una medianera demolida, ni leer el tajo en una costilla que narra una puñalada antigua. Lo que asusta es imaginar todos esos años de veranos, parrillas y cumpleaños a metros de una fosa. Y saber que, a veces, el monstruo no está lejos: vive pared de por medio, y aprende a convivir con el silencio.
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