Las primeras horas consolidaron la cronología mínima: última visión en el casco urbano la madrugada del día 9 y, a partir de ahí, silencio digital. La Guardia Civil abrió diligencias y rastreó los itinerarios probables, sin indicios firmes de que hubiese abandonado Oliva por sus propios medios. A medida que pasaban los días, se activaron búsquedas ciudadanas y se revisaron cunetas, cauces y sendas de la periferia.
Cincuenta y tres días después, el 2 de octubre de 2025, una senderista localizó restos humanos calcinados en la montaña de La Creu, una ladera pinácea pegada al casco urbano y de acceso difícil. Junto al cuerpo aparecieron restos textiles y una mochila; la localización quedaba a unos 500 metros del punto donde vecinos situaban por última vez a Beatriz. La Guardia Civil trasladó los restos al Instituto de Medicina Legal de València para su identificación.
El paraje de La Creu había sufrido un incendio forestal el 4 de septiembre, un mes después de la desaparición. Ese fuego —según fuentes citadas en la cobertura local— se relacionó con un conflicto vecinal ajeno al caso, y no con un intento de borrar pruebas. El estado de calcinación explicaría la dificultad inicial para fijar sexo, identidad y causa médico-legal en el mismo lugar del hallazgo.
El caso saltó a los medios autonómicos y nacionales: la Guardia Civil confirmó la investigación en curso por la aparición del cadáver y barajó un abanico de hipótesis que iba desde una muerte accidental (caída y posterior afección por el incendio) hasta la intervención de terceros. La confirmación definitiva de identidad quedó supeditada a pruebas odontológicas y de ADN.
En los días posteriores, se reforzó el trabajo de Policía Judicial en la ladera: subida a pie con material forense, registro por cuadrículas y recogida de indicios en una zona ya alterada por el calor y las labores de extinción. Esa complejidad forense —calor extremo, ceniza, material biológico degradado— condicionó la lectura de la escena y la velocidad de las conclusiones.
El hallazgo reactivó la cronología pública de la investigación: última madrugada conocida (9 de agosto), incendio (4 de septiembre) y descubrimiento de restos (2 de octubre). Ese eje temporal fue clave para depurar lecturas erróneas en redes y centrarse en pruebas de laboratorio, cámaras y testificales verificables.
El impacto en Oliva fue inmediato. Colectivos vecinales y amistades que llevaban semanas buscando a Beatriz recondujeron sus esfuerzos a acompañar a la familia y a pedir prudencia: “sin peritajes no hay verdad”. La cobertura de medios locales insistió en evitar el morbo, subrayando la función de las confirmaciones oficiales para no herir más a los suyos.
Mientras la Guardia Civil completaba los análisis, la línea oficial mantuvo abiertas todas las posibilidades. La orografía de La Creu —terreno pedregoso, taludes, sendas estrechas— y el incendio posterior complicaron cualquier inferencia simple. Lo responsable, insistieron fuentes de la investigación, era dejar hablar a la ciencia antes que a las conjeturas.
Beatriz tenía 29 años. Un sábado cualquiera, un paseo corto y un monte que, por semanas, sólo devolvió preguntas. Su historia quedó tatuada en Oliva como advertencia y memoria: el final de un trayecto cotidiano puede esconder una tragedia compleja, y la única brújula fiable son los hechos contrastados.
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