La mañana del 7 de abril de 2017, María Belén Rodríguez Estévez, de 57 años, desapareció de su vivienda de la calle Cardenal Quiroga, en pleno centro de Ourense. No hubo discusiones previas, ni un viaje anunciado, ni una urgencia familiar que justificara ausencias: su bolso, el teléfono y la documentación quedaron en casa. Aquella jornada, que empezó como cualquier otra, se convirtió en el inicio de una ausencia que todavía hoy no tiene explicación.
Horas después de la denuncia, Policía Nacional, bomberos y voluntarios activaron un dispositivo amplio en la ciudad y su entorno. Se rastrearon márgenes del Miño, orillas y taludes, pasos peatonales y puntos habituales de tránsito; también zonas verdes periurbanas como Bemposta y tramos de la Estrada de Vigo. Ni los drones, ni las patrullas a pie, ni los equipos caninos hallaron un indicio concluyente. El dispositivo se extendió a días sucesivos sin que apareciera un rastro útil.
Pronto surgieron dos líneas que añadían complejidad al caso. Por un lado, la vertiente empresarial: Belén era propietaria de una casa de turismo rural —Casas das Cestas— en la aldea de A Anagaza (Pobra de Trives) y figuraba también vinculada a una peluquería en Ourense. Por otro, su conexión con un grupo de corte espiritual que había frecuentado en el pasado, extremo que su familia restó importancia mientras pedía centrarse en la búsqueda. Los investigadores ampliaron el radio hasta el entorno de Trives, sin resultados.
En los primeros días circularon avisos sobre una posible visión de María Belén en Miranda de Ebro (Burgos). La Guardia Civil llegó a difundir la hipótesis de que pudiera encontrarse en esa localidad, lo que movilizó a medios y a vecinos en la zona; sin embargo, las comprobaciones no confirmaron la pista. Aquellas horas alimentaron la esperanza de un hallazgo inminente que nunca llegó.
La cronología inmediata dejó un patrón inquietante: no recogió dinero ni ropa, no dejó notas, no utilizó medios de transporte identificables, y su teléfono —clave para reconstruir movimientos— no aportó datos que dibujaran un desplazamiento voluntario o planificado. El caso pasó a tratarse como una desaparición de riesgo, con el foco en Ourense y en los lugares con los que Belén tenía relación personal o profesional.
A medida que la búsqueda se hacía más amplia, se fueron agotando los escenarios más probables: accidente no detectado en las primeras horas, marcha espontánea con retorno en días, ingreso sanitario bajo identidad sin confirmar… Las consultas en centros, albergues y registros no arrojaron coincidencias. Tampoco los repasos de cámaras urbanas y de accesos viales aportaron una secuencia clara que ubicara su última presencia verificable fuera del domicilio.
La familia sostuvo desde el principio que no había motivos personales o económicos que justificaran una fuga. El perfil de Belén —mujer con arraigo, responsabilidades y negocios en activo— reforzaba la idea de que su ausencia no respondía a una decisión libre y prolongada en el tiempo. Ese encaje, tan habitual en los expedientes de “alto riesgo”, mantuvo vivo un operativo que, pese a momentos de menor intensidad, nunca llegó a cerrarse de forma definitiva.
Con el paso de los meses, la investigación se movió entre parones y reactivaciones, a menudo empujadas por nuevas comprobaciones o por información ciudadana que había que revisar. La ausencia de hallazgos forenses —ninguna prenda, ningún objeto personal con valor probatorio— dejó a los agentes sin los “anclajes” que suelen orientar las búsquedas prolongadas. En paralelo, el nombre de Belén se integró en redes y colectivos que visibilizan desapariciones no resueltas.
Los datos físicos difundidos por su entorno y las plataformas de apoyo insistieron en detalles identificativos: estatura en torno a 1,68 m, complexión delgada, pelo rubio largo, ojos azules, tatuaje desde el hombro derecho a media espalda y un piercing en la nariz. La petición era —sigue siendo— simple y crucial: que cualquier persona que crea haberla visto, en Ourense o fuera, aporte la información por mínima que parezca. En casos como este, un cruce horario, un comercio, una matrícula o una cámara privada pueden reconstruir minutos perdidos.
Hoy, más de siete años después, la desaparición de María Belén Rodríguez Estévez continúa abierta. No hay escena, no hay cuerpo, no hay cierre: hay una familia que empuja, un expediente que aún admite preguntas y una ciudad que aprendió —como tantas otras— que alguien puede desvanecerse sin ruido en plena rutina. Recordar su nombre y su historia no es solo memoria: es método. Porque a veces la pieza que falta ya está en la cabeza de alguien, esperando a ser dicha.
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