Borja Lázaro, el fotógrafo que se esfumó entre hamacas y sal en Cabo de la Vela

Era la noche del 7 al 8 de enero de 2014 en Cabo de la Vela, La Guajira colombiana. Borja Lázaro, 34 años, ingeniero de Vitoria y fotógrafo de mirada paciente, brindó con otros viajeros, habló de rutas y cielos limpios, y se acostó en una hamaca de madera salitrosa frente al Caribe. Al amanecer pronunciaron su nombre… y el silencio respondió. Borja no estaba. No había ruido, ni nota, ni despedida. Solo una ausencia que, diez años después, sigue sin explicación. 

La escena que quedó atrás descolocó a todos: pasaporte, dinero, gafas, equipo y mochila seguían allí; el único objeto que faltaba era su teléfono móvil. Nada indicaba una huida preparada, tampoco un asalto evidente. En un lugar sin cámaras ni perímetros, con registros irregulares de huéspedes, la cronología se hizo humo en cuanto salió el sol. 

El último que dijo verlo con vida fue un compañero de esa noche, que aseguró haberse despedido de él a primera hora en el propio hospedaje. Después, nada verificable: ni pasos hacia la orilla, ni una salida en vehículo, ni un testigo que fijara un rumbo. En el mapa de La Guajira —territorio hermoso y áspero a la vez— la línea entre lo cotidiano y lo peligroso puede ser un trazo finísimo. 


La familia se activó de inmediato: denuncia, vuelo a Colombia, rastreos en playas, dunas y rancherías. Declaraciones que no cuadraban, nombres sin documento, versiones que cambiaban con los días. La investigación quedó en manos de la policía colombiana, con cooperación española, y desde entonces avanza a golpes de esperanza y arena. Se barajaron hipótesis de ahogamiento, desorientación, crimen oportunista; ninguna prosperó con pruebas firmes. 

El contexto tampoco ayudaba: La Guajira llevaba años señalada por rutas de contrabando y redes criminales que aprovechan la vastedad del desierto y la pobreza de la zona. En ese tablero, un adulto sano, con planes inmediatos de trabajo, pudo desaparecer en minutos sin dejar rastro. Es la versión más sobria, y también la más cruel: la de un vacío imposible de atar a un hecho concreto. 

Con el tiempo, cada enero trajo vigilias y titulares. La madre de Borja repitió que mantener su nombre vivo era la única forma de resistir a la desaparición. Vitoria encendió velas, Colombia abrió y cerró líneas de investigación, y el expediente sumó páginas sin cierre. Los aniversarios sonaron a latido obstinado en radios locales y reportajes que volvían a esa posada de tablas y sombra donde una hamaca quedó vacía para siempre. 

La cronología mínima se sostiene en cuatro clavos: última noche compartida, amanecer sin respuesta, pertenencias intactas salvo el móvil, y una búsqueda que no encontró trayecto. Todo lo demás son márgenes: ¿un paseo nocturno a la orilla?, ¿un encuentro fortuito?, ¿un vehículo que no dejó huella? Cuando el primer hilo se pierde —el de la hora exacta, el del testigo fiable, el del registro escrito— la historia se vuelve laberinto. 

Diez años son tiempo suficiente para que cambien las versiones y también la tecnología forense. Pero el núcleo del caso permanece inmóvil: no hay escena, no hay rastro biológico, no hay señal de destino. Por eso la pregunta duele tanto: ¿cómo se esfuma un hombre en un lugar abierto, sin mover ni un objeto de sitio? La respuesta, si existe, quedó atrapada entre viento tibio, tablones, y ese Caribe que todo lo pule. 

A veces la verdad no se esconde en conspiraciones, sino en errores del primer día: nombres no anotados, llamadas que no se hicieron, perímetros que no se cerraron. Otras veces, la verdad se fue con quien pudo verla. Entre esos extremos habita la historia de Borja: un fotógrafo que retrataba pueblos para vencer el olvido y que terminó convertido en el rostro que no debemos olvidar. 


¿Cómo puede desaparecer alguien en un lugar sin paredes, sin testigos y con su vida plegada todavía en la mochila? ¿Y cuántas verdades se pierden para siempre cuando el amanecer llega y nadie apunta el detalle mínimo que podía explicarlo todo? Porque lo más aterrador no es solo un cuerpo ausente… es una ausencia que, año tras año, sigue sin tener relato. 

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