Daniel López Yanes desapareció el 18 de febrero de 2020. Tenía vínculo familiar y afectivo en San José y, según su entorno, la última localización conocida apunta a Santa Lucía (Canelones). No llevaba teléfono ni documentos; presentaba dificultades para caminar. Desde entonces, su nombre se repite en pancartas, remeras y carteles caseros que piden algo simple y enorme: que alguien hable.
Aquella tarde, cuentan sus hermanas, no hubo una señal previa que anunciara un viaje, una huida o un corte voluntario de lazos. Tampoco quedaron movimientos bancarios, llamadas, ni una cámara que dibuje un trayecto claro. Solo puertas abiertas y un vacío que, con los días, se hizo rutina: el de esperar noticias que no llegan.
En los primeros meses se rastrillaron orillas, descampados y trillos de Santa Lucía y alrededores. Voluntarios, familiares y equipos con perros recorrieron márgenes y bañados donde la vista se corta a pocos metros. No apareció ropa, ni mochila, ni un objeto que pudiera anclarse a una cronología. Las búsquedas terminaron sin hallazgos, pero no se cerraron: la familia insiste en reeditarlas.
La ficha que circula entre vecinos y redes señala tres datos que importan para reconocerlo: no portaba identificación, no usaba celular y tenía dificultades de marcha. Esa combinación —fragilidad, desorientación posible y ausencia de medios de contacto— hace que cada hora perdida pese más. También explica por qué su entorno descarta la “desaparición voluntaria” como hipótesis de partida.
Las hermanas de Daniel, Mary y Natalia López, transformaron el dolor en trámite, reclamo y presencia pública. Tocaron todas las puertas: comisarías, fiscalías, defensores, oficinas de derechos humanos. Armaron sobres con copias, fotos plastificadas y un listado de llamados que, con el tiempo, se volvió un mapa de silencios. Presentaron escritos con asistencia letrada y pidieron lo obvio: una investigación metódica y sostenida en el tiempo.
En 2021, junto a otras familias de personas ausentes en democracia, llevaron el reclamo a la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento uruguayo. No solo expusieron su caso; señalaron que cada año se suman nombres que no llegan a los diarios y quedan fuera del radar. La consigna fue clara: coordinación entre instituciones, protocolos de búsqueda temprana y canales de información que no obliguen a los familiares a empezar de cero en cada ventanilla.
Aquel mismo año —relatan— participaron en reuniones en la Torre Ejecutiva, en el piso 11, con el entonces presidente y con la Secretaría de Derechos Humanos de Presidencia. Escucharon compromisos, promesas de oficios y pedidos de ampliación de datos. Vieron cuadernos abrirse, lapiceras anotar, cabezas asentir. Después, la realidad que tantas veces conocen las familias: el expediente vuelve a girar en círculos, y las respuestas tardan más que las noches.
Mientras tanto, la calle se volvió archivo. En concentraciones frente a la Torre Ejecutiva y frente al Palacio Legislativo, las hermanas de Daniel levantaron su foto junto a otras: niñas, adultos mayores, jóvenes. No hay una sola historia igual, pero todas comparten un punto ciego: la falta de un sistema que unifique datos en tiempo real y active búsquedas con la urgencia debida cuando hay factores de vulnerabilidad.
En el relato de la familia, Daniel quería volver a su casa de San José. Esa frase —“su anhelo siempre fue estar en su casa”— aparece en los afiches y funciona como brújula emocional. No describe un plan, pero sí un deseo que desarma la idea de fuga. También recuerda que, cuando alguien desaparece con capacidades físicas disminuidas, el riesgo se multiplica y las primeras 24/48 horas son decisivas.
Cuatro años después, el balance es duro: no hay imagen fehaciente posterior al 18 de febrero, no se registraron usos de identidad ni movimientos institucionales que lo mencionen, y los rastrillajes siguen siendo negativos. Tampoco hay imputados, ni una escena que cierre la historia por el peor camino. Hay, sí, un expediente que necesita empuje y una familia que se niega a convivir con la incertidumbre como veredicto.
Lo que piden Mary y Natalia no es excepcional: unificar patrullajes con análisis de cámaras y antenas, volver a zonas ya peinadas con criterios nuevos, cruzar listados de hospitales, paradores y registros civiles, y sostener la búsqueda en el tiempo con una unidad responsable que no cambie cada pocos meses. La esperanza, a esta altura, también es metodología.
Difundir el caso importa. No solo por la posibilidad de que alguien reconozca a Daniel en una foto vieja, sino porque cada reposteo, cada volante, puede alcanzar a una persona que lo haya visto en 2020 y no dimensionó que su testimonio era clave. A veces, la pieza que falta no es espectacular: es un cruce de calles, un horario, una frase que ayude a ordenar el mapa.
Si estás en Canelones o San José y recordás haberlo visto en febrero de 2020 —o si escuchaste una historia que encaje con esta línea de tiempo—, tu memoria puede ser la diferencia. Los números que la familia comparte en sus afiches son: 098 551 437, 098 079 124 y 095 587 926, además del 911 en caso de información inmediata. Pedí registrar tu aporte por escrito y solicitá número de actuación.
A Daniel lo buscan sus hermanas, sus amigos y un grupo de familias que, como ellas, entendió que en democracia también hay ausencias que no encuentran institución. Ellas no piden milagros: piden procedimiento. Piden que el Estado sostenga con hechos lo que ya se prometió en mesas y pasillos.
Porque un hombre con dificultades para caminar, sin teléfono ni documentos, no puede desaparecer sin dejar una marca. Esa marca existe en la memoria de alguien. Y hasta que aparezca, su nombre tiene que seguir en la calle, en las redes y en los diarios.
“¿Dónde te llevaron, qué te pasó ese 18 de febrero?”, repite uno de los carteles.
La pregunta es para Daniel, pero también para quienes vieron algo y todavía no lo dijeron.
La respuesta, aunque parezca pequeña, puede cambiarlo todo.

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