Carmen Fraile: 36 años bajo un jardín

A finales de 1981, Carmen Fraile Muñoz, 24 años, salió de Madrid rumbo a Barcelona junto a su pareja, el escritor de origen alemán Manuel Macarro Thierbach. Habían alquilado un chalé en la urbanización Cal Esteve, en Sant Salvador de Guardiola (Bages). Antes de irse, Carmen le dijo a su hermana menor, Josefa, que necesitaba contarle “algo importante”. Llegó nerviosa al trabajo… y se esfumó del mapa. Desde aquel día, nadie volvió a verla con vida.

Su familia denunció la desaparición. No había señales de huida voluntaria: ni retiros bancarios anómalos, ni despedidas, ni planes. Lo único firme era una certeza íntima: Carmen no se había ido sin más. Las semanas se convirtieron en meses, los meses en años. Josefa inició una búsqueda que se volvió su biografía: cartas, comisarías, hemerotecas, listas de desaparecidos, llamadas de madrugada siguiendo pistas que siempre terminaban en un callejón sin salida.

El nombre de Carmen quedó suspendido en un tiempo viscoso mientras el chalé de Cal Esteve cambiaba de manos y la vida avanzaba alrededor del vacío. En 1999, casi dos décadas después, una excavadora removió el jardín de aquella casa para unas obras. Bajo la tierra apareció un cuerpo enterrado. No había identidad, no había contexto, no hubo condena: el hallazgo quedó archivado como un “cadáver sin nombre”.

El expediente durmió otros dieciocho años. Pero Josefa no. Insistió hasta que, en 2017, se autorizó la comparación genética. El ADN habló donde la burocracia llevaba años callando: aquel esqueleto era el de su hermana. La tierra había guardado a Carmen durante 36 años. El jardín, sin quererlo, se convirtió en tumba.

El informe forense levantó un inventario del horror con la frialdad de los datos: Carmen estaba embarazada de aproximadamente seis meses. La causa de la muerte: un disparo en la base del cráneo, a bocajarro. No había accidente, no había fuga, no había misterio romántico de “vida nueva”. Había violencia, determinación y ocultamiento.

Con la identificación en la mano, la causa revivió. En 2019, un juez procesó a Manuel Macarro por homicidio y aborto, a la luz de la autopsia y de la convivencia de la pareja en el chalé donde reapareció el cuerpo. Parecía que por fin el tiempo iba a alinearse con la justicia. Pero el reloj jurídico tenía otra cuenta atrás.


En 2021, la Audiencia de Barcelona archivó la causa: los delitos habían prescrito. Habían transcurrido más de 20 años desde el crimen y, por tanto, la ley impedía juzgarlo. No era una absolución de inocencia, era una barrera temporal. La verdad biológica, el lugar del hallazgo y la cronología encajaban; el castigo, no. La única certeza judicial posible quedó reducida al reconocimiento de que aquella mujer enterrada era Carmen.

Josefa recibió la noticia como quien aprende a vivir con dos piedras en el bolsillo: la del hallazgo y la de la impunidad. Había cumplido su promesa —“si algún día me pasa algo, búscame”—, pero no pudo llevar a su hermana a juicio. Enterró a Carmen por segunda vez, esta vez con nombre, y con una ausencia que por fin tenía fecha, lugar y causa.

El caso dejó una herida doble: la penal, cerrada por prescripción; y la social, abierta por la evidencia de que los tiempos de la justicia pueden quedar por detrás de los del crimen. No hubo sentencia, pero sí una verdad que ya no admite versiones: a Carmen la mataron, la ocultaron bajo un jardín y la obligaron a desaparecer durante 36 años.

Cada aniversario, Josefa vuelve a contar la historia con la precisión de quien conoce cada grieta del expediente: Madrid, finales del 81; el viaje a Barcelona; Cal Esteve; el pozo de años; el hallazgo en 1999; el ADN en 2017; el procesamiento en 2019; el archivo en 2021. Fechas que son migas de pan en un bosque donde nadie quiso entrar a tiempo.

Carmen Fraile tenía 24 años y un futuro, además de un embarazo de seis meses que jamás llegó a nacer. Su caso no terminó con una condena, pero terminó con una mentira menos en el mundo. A veces, la justicia no llega a los tribunales; llega cuando una hermana no deja de pronunciar un nombre hasta que la tierra, al fin, lo devuelve.

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