Cornellà de Llobregat (Barcelona), una noche de finales de los 90. Cristina sale de casa con la ligereza de quien tiene planes y regreso. Es responsable, trabaja, estudia, sueña. Cuando no vuelve, su madre, María Ángeles, siente el vacío como una alarma interna: algo no está bien. A las pocas horas denuncian la desaparición; la respuesta inicial duele: “se habrá escapado”. No encaja.
Los días se hacen semanas y los rumores, sombras. No hay gritos, ni rastro, ni testigos firmes. El trayecto de siempre —apenas unos minutos— se convierte en un agujero negro. En la comisaría repiten preguntas básicas; en casa, el teléfono suena con silencios. Cristina nunca llegó a casa.
La búsqueda se extiende por Cornellà y municipios del Baix Llobregat: parques, solares, descampados, taludes de la N-340, márgenes del río. Se activan batidas vecinales, carteles, llamadas en programas de televisión. Drones no había; sí, ojos y linternas. La tierra no devuelve nada: ni ropa, ni móvil, ni una señal de lucha.
Muy pronto aparece un nombre en el centro del tablero: Jesús M., su novio. Su relato muta con los días. Primero dice que la dejó a pie de portal; luego, que se separaron a medio camino; testigos hablan de una discusión fuerte y de un nerviosismo que no saben ubicar. La cronología no cierra. La sospecha, sí.
La policía registra la vivienda y el coche de él; también acequias, pozos y el propio Llobregat. Perros de búsqueda marcan y desmarcan terrenos; georradares entran en juego con los años. No hay sangre, no hay arma, no hay restos. En términos forenses, nada que anclar a un sumario sólido.
Jesús es detenido y puesto en libertad más de una vez. Falta la pieza que a menudo lo decide todo: el cuerpo. Sin cadáver, no hay certeza médico-legal de homicidio; sin esa certeza, el caso se queda a medio juicio. La investigación queda formalmente abierta, pero respira a intervalos.
La familia Bergua convierte el dolor en movimiento. Empapelan calles, levantan recompensas, piden comparecencias, visitan platós y despachos. María Ángeles repite una línea que ya es lema íntimo: “no quiero venganza; quiero encontrarla, llevarle flores”. No piden titulares, piden un lugar.
Con los años, llegan pistas que se deshacen: una fosa cuya tierra no habla, una llamada anónima que no pasa el primer filtro, una confesión borracha que no supera la luz del día. La Guardia Civil conserva diligencias, cruza referencias con bases nuevas, pero la “línea viva” del caso apenas tiembla.
Mientras tanto, el tiempo se congela en la casa familiar. La habitación de Cristina permanece como aquella noche; la foto en el escaparate de la zapatería mira a quien pasa con una sonrisa que ya pertenece a otra década. Es una geografía del duelo: barrio, portal, esquina, regreso que no llegó.
Cristina Bergua es, a la vez, nombre propio y categoría: desaparición sin cuerpo, sospechoso sin condena, familia sin duelo. Su caso recuerda lo frágil que es la verdad cuando falta la pieza clave y cómo la justicia se queda sin piernas si no puede pisar evidencia. Dicen que el tiempo lo cura todo; pero el tiempo solo ordena lo que termina. Lo que no tiene final, duele siempre.
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