La escena desbordaba una violencia que no cabía en los informes: Miguel Ángel fue apuñalado de forma reiterada y la niña apareció degollada. La investigación situó el ataque a última hora de la tarde y subrayó un detalle que sigue helando la sangre: nadie escuchó nada, nadie vio entrar a nadie. La brutalidad convivió con el sigilo.
Los forenses hablaron de más de un centenar de heridas en total; la pequeña presentaba más de un centenar de lesiones traumáticas. Eran números que dibujaban ensañamiento, pero no un móvil claro. En la casa se recogieron muestras biológicas complejas y una certeza técnica incómoda: el ADN no hablaba con la contundencia que todos esperaban.
Muy pronto, la mirada policial se posó en el entorno cercano. En 2014 fue detenido Francisco Javier Medina, compañero y amigo de la víctima, vinculado además al círculo familiar de la madre de la niña. La tesis acusatoria se sostuvo en indicios y en la lectura de su presencia en el ecosistema de los Domínguez, más que en un rastro material inequívoco.
En 2017 un jurado popular lo declaró culpable, pero el castillo probatorio se vino abajo: el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía anuló el veredicto por falta de solidez y, en 2018, la Audiencia lo absolvió definitivamente; ese mismo año el Tribunal Supremo confirmó la absolución. El crimen quedaba, otra vez, sin autor.
Desde entonces, la imagen del asesino es una silueta hecha de hipótesis: alguien que conocía la casa o a sus habitantes, alguien capaz de entrar sin romper nada y permanecer el tiempo suficiente para matar dos veces y marcharse sin dejar una huella aprovechable. El pueblo aprendió a convivir con ese fantasma: un “alguien” sin rostro.
En 2022 el juzgado reactivó diligencias y la Guardia Civil (UDICO) abrió una línea genética con tecnología actualizada. En el dosier asoma un perfil parcial masculino no identificado —el “varón A”— cuya interpretación sigue en revisión. No hay imputaciones nuevas, pero sí la constatación de que, con ciencia, aún se puede pellizcar la oscuridad.
La casa permanece muda, como si guardara un pacto con la noche de aquel sábado. En Almonte, la curva del rumor dejó paso a una memoria obstinada: flores en silencio, miradas bajas, la certeza de que la paz de un pueblo se mide por la verdad que le falta.
¿Fue un ajuste íntimo disfrazado de sombra? ¿Un depredador ordenado que eligió la hora exacta y el ruido perfecto del silencio? ¿O un rostro conocido que nunca levantó sospechas porque la confianza fue su mejor coartada?
Porque el doble crimen de Almonte no es solo un expediente: es una pesadilla que regresa cada vez que alguien apaga la luz. Y hasta que la ciencia o una conciencia rompan el hielo, el asesino seguirá siendo eso: un hueco en la puerta que nadie vio abrir.
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